...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

sábado, 29 de septiembre de 2012

la bibliotecaria


(Fotografía de Herbert List)


La bibliotecaria dormía entre libros. No es que se quedara a pasar las noches en la vieja sala. Las bóvedas de crucería vigilaban por ella el fondo secular de pergaminos y volúmenes. La invisible presencia de los antiguos monjes y de los colegiales de familias nobles se hacía notar, más allá de la apariencia de soledad del lugar. Cuántas teologías no habían sido traicionadas por las teogonías entre aquellas paredes. Cuántas teogonías no habían sido sino relegadas por las ideas del libre pensamiento. La bibliotecaria mantenía, como los estudiosos desaparecidos, la llama de una curiosidad transgresora. “En los libros están todos los tiempos pero también los mismos orígenes”, solía pensar con audacia. Tanto acicate del entorno conducía irremediablemente a que sus sueños nocturnos se nutrieran de viejas historias, muchas de ellas indescifrables. Y en esos delirios oníricos cabalgaba a través de culturas cuyos nombres se habían perdido, desvelaba rostros de personajes que nadie recordaba, vivía hazañas de las que no había llegado relación alguna hasta nuestros días y amaba sin tregua y sí con mucho desasosiego a los artistas anónimos.

Cuando alguien solicitaba una obra rara, ella la hojeaba antes de proporcionársela, intrigada sobre qué podía haber entre sus páginas para que suscitara interés. “Si a través de los libros pudiéramos conocer el futuro”, llegó a confiarle un día a un investigador recién llegado que solicitó consultar varios textos. “Los libros están para saber del futuro”, fue respondida para su perplejidad. “Pero los acontecimientos de la historia no tienen lugar dos veces de la misma manera, tal como opinaba el clásico”, aseveró la bibliotecaria. “Probablemente, solo que aquello que mueve a los hombres que, al fin y al cabo son quienes hacen la historia, su afán de superación pero también de encarnizamiento, esto no ha variado en el fondo”, apostilló el hombre. Ella le miró con asombro. Como si aquellas palabras brotasen de lo más profundo de las tintas de una edición iluminada. La bibliotecaria sabía que la curiosidad conduce al deseo y que éste desemboca en la pasión. Aquella noche el estudioso y la bibliotecaria buscaron juntos la sabiduría más allá de los libros.




jueves, 27 de septiembre de 2012

rickshaws


(Fotografía de Martin Stranka)


“Adoro tu desnudez”, estuvo por decir a su amante. Le pareció una frase tan vulgar que se contuvo. Y sin embargo, lo sentía así. Sentía aquel cuerpo que no poseía excesivo volumen pero que se alimentaba de una energía que le hacía crecer. Sentía también en el contacto un emocionante pudor que le remitía al primer hombre. Sentía que al ser tomada se convertía más que nunca en ella misma. No se trataba de una entrega circunstancial como otras en las que, en tantas ocasiones, se había visto ignorada si no despreciada. Y esa sensación de renovarse encendía más su pasión. Llovía con intensidad. No había nada mejor que hacer que acariciarse y escuchar el ritmo del aguacero inagotable. Al fin y al cabo ellos estaban allí por casualidad. La calle aparecía borrada. Habían sido levantados los tenderetes. Los últimos rickshaws permanecían aparcados bajo los cobertizos. Ni un perro. Allá abajo, la taberna no daba más de sí. Con la lluvia llegaba la parálisis de las actividades, la ociosidad y, en definitiva, las horas muertas. Y éstas, a su vez, traían la bebida en desmesura, las apuestas, los malos pensamientos y decires y, a la postre, las intrigas. “Somos hijos de la lluvia”, murmuró él apacible. La mujer se estremeció, imaginando que el tamborileo de los dedos del hombre sobre su espalda era el golpear de las gotas de lluvia. Luego, un extenso y amable silencio. “Lo nuestro, ¿durará lo que dure la lluvia?”, se atrevió a decir con voz pausada la mujer. “La lluvia durará todo el tiempo que nosotros nos amemos”, sentenció el amante. Entonces ella se desbocó, conjurando las horas. Tornándolas inagotables.


martes, 25 de septiembre de 2012

frialdad


(Fotografía de Martin Stranka)


Estás desnudo, sobre una mesa de mármol. La habitación no está aireada y la luz es tenue. Los azulejos de las paredes forman un damero deslucido. Hay unas ventanas altas y estrechas, rematadas por un arco ligeramente curvado. Las contraventanas están entornadas. Por un cristal roto entra una ligera brisa que roza tu costado. No sientes frío. El pesado olor a formol no te afecta al olfato. Tu mirada no se dirige hacia el exterior sino a tu memoria detenida. Un goteo continuo del grifo que hay al fondo no te pone nervioso. Fuera hay un manzano, pero no te apetece su fruto, que tanto saboreaste. Las otras mesas de mármol están vacías. La sábana que te cubre tiene rotos y expide un perfume ácido y hondo, que no te llega. Estás muy cómodo. Un poco perplejo, porque por mucho que hubieras imaginado la experiencia no la esperabas así. No percibes nada. Te está gustando esta permanencia en el no retorno. Nada te inquieta, nada te atrae, nada te enajena. Lo que queda de ti, tu nombre, no tiene interés en esta dimensión del no ser. Heme aquí, te dices, como antes de nacer. No hay propuesta alguna, como no la había antes de la cópula de tus padres. Cuando los legalistas acaben de efectuar los trámites sobre la materia inerte que queda de ti comenzarán los rituales formales y, enseguida, el olvido. Siempre te horrorizó la estética del espectáculo que vendrá a continuación, pero que tú no vivirás. Y lo que es peor, que no podrás criticar. Pero tú ya no tienes curiosidad alguna por este tipo de situaciones. Cuánto has bromeado sobre ellas, tratando de ahuyentar las imágenes temerosas. Obrabas bien. No esperabas que este paso te dejara tan a gusto. No creías que la nada fuera algo tan envolvente y tan suave. ¿De qué sirvió que te atormentaras fingiendo la brusquedad del cambio? Estás bien, muy bien. Y tus manos caen a lo largo de tus muslos relajados, en la misma posición que cuando dormías. Te sorprenderías tanto si supieras que ya no tienen el calor que siempre las caracterizó. Ahora no sabes dónde empieza esa extensa piedra sobre la que yaces y dónde termina tu piel.


domingo, 23 de septiembre de 2012

batracios


(Fotografía de Martin Stranka)


El verdín del estanque era la luz del otoño que había entrado a traición. Las primeras caídas de hojas engrosaban la capa de la superficie. El juego consistía en imitar a las ranas. Saltar, chapotear, resistir, sobrevivir como ellas. Sumergirse en aquella ciénaga donde, bajo el tapizado calmo, permanecía el agua limpia y cálida. Se repetía el ritual de despedida todos los finales de verano. Refrendándose así el vínculo entre los amigos, antes de que cada uno de nosotros partiera para su lugar de procedencia, inquietos ya por el curso que nos esperaba. Conscientes también de que se deshacía la presencia física de ese año, pero no morían las vivencias ni el espíritu de tribu.“Somos batracios”, era la consigna. El niño pecoso había expresado la víspera espontáneamente, con voz debilitada: “Estoy tan bien con vosotros…que no quiero volver.” Atravesar la alfombra que ocultaba el fondo del estanque era apasionante. “Pasas de la tierra al mar y del mar al viento”, comentábamos al reagruparnos. Se buceaba por unos instantes y el ascenso rápido era rematado por un grito de guerra que expulsaba la nostalgia. El niño pecoso se entretuvo allá abajo pensando en una vuelta no deseada. Acaso no calculó bien el aire en sus pulmones o la hojarasca le despistó. Desde entonces en cada niño pecoso que veo por la calle le veo a él. No regateo un adiós.


sábado, 22 de septiembre de 2012

visita


(Fotografía de Martin Stranka)


No es que el burdel estuviera oculto; simplemente pasaba inadvertido. Nada indicaba desde el exterior que se ubicara en aquella casa que no era ni vieja ni nueva, ni alta ni baja, ni elegante ni cochambrosa. Le franqueó la entrada una mujer de mediana edad que aclaró que ella se ocupaba exclusivamente de mantener la vivienda y admitir a los clientes. Un recibidor conducía a una sala más amplia, que recordaba la consulta de un médico. “¿Desea alguna chica en concreto o prefiere verlas a todas?”, le preguntó la mujer con una educación exquisita. Y él: “¿Hay muchas?”. “Solo una en estos momentos”, le respondió ella. Le dieron ganas de reír, pero lo dejó en mueca. “Luego no tengo elección”, y dotó a sus palabras de cierta ironía, que la mujer paralizó. “Por supuesto que sí. La que está es muy polifacética. Le sorprenderá. Deseará volver”. El hombre no lo entendió o lo entendió al uso tradicional. La madama le condujo a una habitación sencilla pero cómoda. Esperó muy poco. Entró una mujer atractiva, avanzada en la treintena, que se dirigió a él con una sonrisa clara y prudente. “¿Qué cuento quiere que le lea?”, le inquirió sin más preámbulos. La miró desazonado, con una curiosidad que le alejaba del deseo. “¿Cuento? Yo vengo a…” “Sí claro, usted preferiría una narración larga pero le aseguro que uno de mis relatos será más intenso”, precisó la mujer. “Elija con calma, pero no tarde. No nos dejan disponer de demasiado tiempo. Si le parece, le voy a ayudar. ¿Le gustan las historias de bandidos, las de amantes, las de guerreros o acaso una de mercaderes nómadas? Puedo ofrecerle más, si le parece”. La perplejidad del hombre fue cediendo a medida que se sentía atraído por la propuesta . “¿Cuál es la mejor?”, preguntó. “Oh, todas son muy buenas. Eso depende de usted. De su estado de ánimo o de las circunstancias presentes de su vida”, aclaró ella. “ Tuvo la sensación de que la mujer iba apoderándose de su interior y que le invitaba a abandonarse a lo imprevisto. “Yo…soy un fracasado. Debe haber algún cuento que compense mi angustia”, musitó vergonzoso. “En ese caso le va a fascinar este sobre un saltimbanqui que recorrió el mundo porque no encontraba el amor”, sugirió Sherezade mientras se sentaba a su lado al borde de la cama. Extendió el brazo sobre los hombros del visitante y con voz susurrante pero firme comenzó: “Una vez llegó a un burdel un saltimbanqui abatido porque había perdido la confianza en sí mismo…”


jueves, 20 de septiembre de 2012

aislamiento



(Fotografía de Herbert List)


Era frecuente que se sentara sobre el suelo en un rincón y se abrazara a sí mismo. Solía hacerlo cuando permanecía solo. Cuando podía contar con la alianza de la oscuridad y sobre todo del silencio. Lo único que variaba era la intensidad del abrazo. Si había tormenta se distendía y expulsaba los dedos hacia el horizonte, como si pretendiera rescatar la electricidad a través de la cual se conectaba con el mundo. Si se hundía en su interior los brazos desataban un oleaje violento en torno al torso, en una actitud entre protectora y testimonial. No quería extraviar la identidad que le proporcionaba su propia anatomía. En demasiadas ocasiones había depositado su cuerpo en manos ajenas, y el horror de abandonarlo a otros y no percibirse generaba angustia en él. En la soledad asumida se recuperaba. Palpaba pausadamente su pecho, jugueteaba con la vellosidad, marcaba la distancia de las costillas, hincaba las uñas en el costado y depositaba cariñosamente una mano sobre el abdomen, donde aún se hacía sentir el eco de sus latidos. Su palma cálida allí donde los órganos de la nutrición se erigían como santuario. Aquella calidez le calmaba los nervios y aportaba una perceptible sensación de autocontrol, dotándole de una conciencia que compensaba su aislamiento. En ocasiones iba más lejos y buscaba atropelladamente al hombre que ansiaba salir de su cuerpo, para no perder con él la vida.

Cuántas veces y cada cuántas horas repetía aquel ritual no lo sabía ni él mismo. Después caía en un sueño frágil, quebrado por la inevitable intervención de los ajenos. Por la mañana, al abrir los fornidos celadores la ventanilla enrejada de la puerta de su celda, se encogía. Temía tanto la luz y odiaba de tal modo el color blanco excesivo del pequeño recinto que se enervaba. A continuación cerraba los ojos y se desovillaba lentamente, rendido al destino. Dejándose estremecer por el giro de la llave de la cerradura.



martes, 18 de septiembre de 2012

asalto callejero



Le paran unos vendedores de religión por la calle. Por su indumentaria y sus modos les ha olido a distancia. “Permítanos un momento, señor. Queremos contarle una historia que le va a interesar mucho”, le largan como una ráfaga. Y él: “¿Cómo saben que me va a interesar?”. “La salvación interesa a todo el mundo”, le brindan con desparpajo. No obstante, no pueden detener la carcajada del hombre. “¿Cómo? ¿No quiere usted salvarse?”, le increpan con cierta sensación de agraviados. “Es muy sencillo; no encuentro razón alguna para comprar algo que no necesito”, les despide. Ellos inician el repliegue y guardan el producto en su cartera.



lunes, 17 de septiembre de 2012

actividad clandestina


(Fotografía de Herbert List)



En el año V de la era de la extinción del libro un extraño suceso sacudió el país. Nadie sabe por qué causa aquella especie de árbol que antaño había proporcionado la materia prima para fabricar papel se secó. Si bien no se utilizaba ya el recurso para el antiguo fin, al menos los árboles dotaban al terreno de protección y evitaban que se erosionara. Pero la suerte se tornó en contra. Primero los árboles dejaron de dar hojas, después enflaquecieron los troncos, más tarde se desprendió la corteza y, por último, las raíces se pudrieron provocando el desplome de numerosos ejemplares de tan hermosa floresta. Los técnicos del Gobierno decidieron reforestar con nuevas variedades el terreno que se iba transformando en erial. Pero ninguna de ellas cundía. Al poco tiempo de plantar se secaban los nuevos árboles. La alarma de la desertización generó preocupación en los territorios afectados.

Corrían rumores de que solamente en una finca alejada de la capital sobrevivían algunas hectáreas pobladas de aquella especie antigua. Las autoridades enviaron científicos a investigar in situ, pero no hallaron ninguna explicación. Los paisanos del lugar tampoco colaboraron en proporcionar pista alguna. En las reuniones de vecinos se hablaba en voz baja de un lugar oculto en el que se llevaba a efecto un proceso clandestino de fabricación de papel, no de excelente calidad pero que permitía editar de vez en cuando un libro, cuyo texto, decían, era rigurosamente seleccionado y su edición trabajada cuidadosamente. También los gobernantes supieron de este rumor, pero su policía jamás lograba desarticular tal empresa, por lo que concluían que se trataba de leyendas transmitidas, eso sí, con intención subversiva.

En cierta ocasión detuvieron a un hombre viejo que había sido señalado por un colaborador del gobierno, debido a su afición a relatar historias en las fiestas y en las tertulias de las tabernas. Fueron a su casa y le hallaron sentado en el suelo sobre sus piernas. En la penumbra de la habitación creyeron ver que leía reconcentrado un libro. Al acercar sus linternas el anciano mantuvo elevadas las manos. Insistieron en iluminar sus palmas, buscando en ellas lo indescifrable. No obstante, bien como prueba o bien por sarcasmo, le preguntaron: “¿Qué lees, anciano?”. Entonces el hombre les mostró las manos desfiguradas por el tiempo y los rudos quehaceres, pegó sus arrugas a los ojos de los policías, y les respondió: “Leo la vida que ha pasado sobre mi carne. Leo el desgaste y la desesperanza. Leo la desilusión porque poco de aquello a lo que uno aspiraba se ha logrado. ¿Qué otra cosa podría leer a mi edad?”. La policía dejó de molestarle. Pero la plantación de aquellos árboles nutrientes continuó fecunda.


sábado, 15 de septiembre de 2012

el método


(Fotografía de Herbert List)


Existen ancianos que se aproximan sutilmente a las mujeres jóvenes. Sin rozarles siquiera aspiran el aroma que emiten sus cuerpos. Se concentran e inhalan el hálito hasta dejarse poseer por su agudeza. Las mujeres perciben inmediatamente el acercamiento intencionado del anciano. Se ponen en guardia. Encaran la mirada simulada o desprecian la lasciva. Con excusa o aparentando casualidad el anciano dispone rodear el cercado de un territorio que le está vedado. Se sitúa en una especie de tierra de nadie que no puede ser objetada. Después, desde su fantasía pretende que es reclamado por la mujer. Una mirada imprecisa o un gesto mal interpretado le hace concebir esperanzas ingenuamente. A veces se dirige a ellas con cualquier motivo tonto, o bien camina detrás demorando el paso, cuando no se detiene en seco al pararse las mujeres ante un escaparate. Es tenaz pero prudente. O más bien hábil. Persigue el olor de la hembra que adivina tras el movimiento de los cuerpos. Se conduce por la imaginación, sacudido por una suerte de deseo recóndito, no extraviado del todo. Hay momentos en que se encuentra en un tris de dar un paso fatal. “Señorita, oiga”, se le oye balbucear con voz quebradiza. Demasiado tarde. Se ha precipitado en recabar la atención y no sabe continuar. “¿Nos conocemos?”, le responde con aplomo ella. ¿Debe eludir la situación con la excusa de que le ha equivocado con una amiga de la familia? ¿O acaso pedir disculpas sin más? ¿Será lo mejor callar y girar sobre sus pasos? La quemazón del fracaso le deja mudo. “El método, es el método lo que me falla”, se intenta convencer en su huída del desastre.



jueves, 13 de septiembre de 2012

la escalera


La escalera ascendía pero no llevaba a ninguna parte. Al final quedaba cortada. La familia había decidido cegar el acceso al piso superior, adaptado para vivienda de inquilinos. La escalera, de peldaños amplios y profundos, permanecía relegada a una mera función de trastero. El tamaño de los escalones convertía a estos en estanterías donde, de manera amontonada, se iban depositando los objetos inservibles. Las telarañas campaban a capricho y el polvo protegía del óxido los enseres metálicos. Aquel espacio carente de luz y repleto de objetos desconocidos y extraños ejercía sobre el niño una atracción desmedida. El temor y la intriga echaban un pulso dentro de él cada vez que se arriesgaba a penetrar en el recinto. La visibilidad sobre los primeros escalones le daban confianza, pero a medida que subía las tinieblas le producían pavor y abandonaba. Sin embargo, cada ejercicio de adentrarse en el siniestro desván él lo vivía como aventura. A la niña le había hablado de aquel reino tenebroso, transmitiéndole la curiosidad. “Tenemos que explorar”, le dijo la niña. “Vas a pasar miedo”, replicó él emocionado pero con cierto aire de superioridad que ocultaba sus propias resistencias. “¿Qué puede pasarnos? Solo hay cacharros”, insistió ella. “Hay sombras también. Sombras que crecen y que se mueven y que hacen burla y que de pronto bajan escaleras abajo”, prosiguió el niño. “¿Cómo puede haber sombras si no hay luz?”, le corrigió la niña. “En mis sueños siempre aparecen las sombras de la escalera. ¿Quieres ver mis sueños?”, apostilló el chico. Conteniendo su tímida picardía no se atrevió a revelarle que ella también los habitaba.


martes, 11 de septiembre de 2012

el viajante



Un hombre de edad avanzada se desplaza a pie, dubitativo y lento. Tira de un soporte rodante que porta una maleta de muestrario. Si se mira el bagaje se ve a un viajante de comercio. Si se observa al hombre se reconoce en él a un individuo abatido. Si se contempla el conjunto destella el claroscuro de una altiva apariencia. Anda y desanda a pasos cortos. Se detiene y acaricia su equipaje. Cambia de dirección varias veces. Al fin opta por venir hacia mí, que hojeo la prensa sentado en una terraza, y me habla: “¿Puede indicarme el Hotel Carlton?”. En mi ciudad no existe tal hotel. Dudo si sacarlo del error o decirle con sencilla complicidad que no sé, que no soy de aquí. De pronto se abstrae, hace un aspaviento e indica el extremo de la plaza. “Ah, ya lo veo. Está ahí. Disculpe”, me dice. Miro yo también al extremo de su dedo. Solo veo el telón de fondo de los árboles exuberantes del parque. Mientras se aleja contemplo su andar lento y pesado, su espalda encorvada, su vestir formal pero desaliñado. Y la maleta. Una maleta de agente de ventas pulcra y consistente que zarandea según agiliza sus andares. Me pregunto qué trasladará dentro de ella que no lleve en su mente.




lunes, 10 de septiembre de 2012

perecimiento


(Fotografía de Herbert List)



Llega a una encrucijada de carreteras. Dos indicadores señalan en sentido opuesto dos poblaciones en ruinas. Una estuvo habitada por una cultura muy antigua. La otra aún humea. Una es de piedra, la otra de ladrillo. Ambas tuvieron un final a sangre y fuego. Luego supuraron olvido. Tiene que elegir entre una contemplación casi mística o la percepción de un testimonio más próximo a su tiempo. En cualquiera de ambas opciones le espera una metamorfosis. No existe viaje para él sin mirada que penetra en el tiempo. La tarde avanza y no se decide. El cielo se emboza en nubes negras. Quiere ver las dos páginas de la historia, pero va a caer pronto la noche y no toma ninguna dirección. Se limita a pasear nerviosamente unos metros arriba y abajo del cruce. No se distingue bien qué hay de anochecida y qué de tormenta oscureciendo el paisaje. Se refugia como puede bajo un cobertizo, indignado consigo mismo. Luego se queda dormido profundamente. Al amanecer, tirita. El sol ilumina tímidamente la tierra. Las señales del camino han desaparecido. El suelo está seco. Un pastor se acerca y le pregunta si le pasa algo. Le embarga la extrañeza. Él no recuerda qué hace allí. Pero sabe que llega de alguna parte. 



sábado, 8 de septiembre de 2012

el artista fotógrafo




Todas las mujeres de la ciudad quieren que el artista fotógrafo las fotografíe. Altas, medianas o bajas, gigantas o chaparras, rellenitas o escuálidas, púberes o avanzadas en edad, obreras o burguesitas, tímidas u osadas, desean ser inmortalizadas. Sublime tentación la tramposa inmortalidad que proporciona una imagen. Cierto que piden imposibles. La mujer mayor le insiste al artista en que la saque como la mujer de los treinta años (edad que consideran fabulosa) Las de mediana edad como adolescentes (edad prohibida que quisieran volver a habitar) Las muchachas quieren aparentar ser mujeres asentadas (locas ganas de adelantarse al tiempo) Las obesas, que muestren menos volumen y las flacas, que resulten mejor pertrechadas. Las obreras piden salir más elegantes y las de clase bien que estén menos emperifolladas. El artista tiene mirada para todas y a todas complace. Ellas se van de las sesiones de gabinete en que han posado como si salieran de un tratamiento de belleza. Bastantes mujeres repiten. Algunas no quieren volver a su estado cotidiano porque, presas de la sugestión, afirman: "por suerte no soy la misma y no pinto ya nada en la vida que he llevado". Misterios de la fotografía.



jueves, 6 de septiembre de 2012

persecución




En el tiempo de las persecuciones las bibliotecas fueron extinguidas. Los esbirros de las autoridades rastrearon cada rincón habitado de la ciudad hasta localizar la biblioteca más insignificante. Daba igual que se tratase de una pila de libros modesta o de una habitación repleta de ellos hasta el techo. Los represores no aceptaban explicación alguna. Ni que se justificase la posesión de libros por el hecho de haber sido heredados, ni por haberse utilizado para estudio, ni por estar comprados legalmente cuando el viejo modelo de mercado libre existía y no se había impuesto todavía el nuevo monopolio de los oligarcas. Los policías del libro se presentaron una madrugada en casa de Hans Gaspar Fabius, de quien los delatores habían informado que contaba por las tabernas demasiadas historias como para resultar creíble que las hubiera vivido todas. En presencia de los vecinos, a los que despertaron bruscamente con objeto de ser también advertidos, requisaron cuantos volúmenes hallaron. "¿Esto es todo?", le inquirieron con severidad. "Esto es todo", respondió firme Hans. "Ya sabe que si la próxima vez que vengamos le encontramos un solo libro será usted intervenido también", le dijeron con cierto eufemismo. "Me hago cargo", contestó él  en un ejercicio de austera concisión. Cuando la patrulla hubo partido y los vecinos volvieron a recogerse en sus casas, Hans Gaspar Fabius abrió de par en par la ventana de su cuarto. Iba clareando. Se sentó sobre sus piernas pendiente del lento despertar del sol. Luego extendió sus manos como si sujetara un libro. Mirando atentamente la desnudez de sus palmas empezó a leer en voz alta. Pero esta vez nadie le oyó. 




martes, 4 de septiembre de 2012

felicidad


(Fotografía de Herbert List)

 

En el amor se entregaba hasta no quedar nada de ella. Cuántos lenguajes conocía aquella mujer. Qué movimientos cadenciosos. Qué gestos de mimo. Qué palabras melosas. Qué jadeos arrebatadores. Coordinaba, como en una orquesta, los ritmos más imprevistos y las cadencias más regulares. Sabía introducir en el libreto el texto adecuado. Situaba en la partitura el compás más dinámico. Lograba agitarse con imaginación y detenerse en el momento justo. Cada paso era una sorpresa emocionante. Si se expandía, invocaba una sinfonía de gemidos. Si se encogía, era un coro de arpegios tenues. Si se alzaba, la resonancia de su voz quebraba la estancia. Si se retorcía, su clamor era un tintineo pausado. Si de pronto se paraba, los acordes de su cuerpo lo convertían en un temblor. Ninguna  mujer me había hecho sentir nunca como aquella mujer. Fui feliz aquella noche. Yo, al otro lado del tabique, lo oía todo.

 

domingo, 2 de septiembre de 2012

búsqueda




Un hombre llega de lejos para buscar una fuente de su infancia. No una fuente cualquiera sino aquella en lo alto de la cuesta, a la que diariamente se acercaba con su bicicleta. Modesta y semihundida en la tierra, algunos vecinos iban a recoger el agua que salía lenta pero constante. Decían que era medicinal, que llevaba siglos, que bebían de ella los peregrinos. El hombre, ese niño, ponía las palmas de sus manos bajo el chorro imperceptible, esperaba y bebía. Era más una ceremonia que la posibilidad de saciarse. Luego bajaba otra vez la estrecha carretera en aquella bicicleta menuda, elemental, sin piñones, de escaso equilibrio. Para él lo era casi todo. Llevaba muchos años sin regresar al lugar. Todos los que separan su niñez de la edad ya provecta. El hombre busca el camino, trata de orientarse, su recuerdo no le basta. Pregunta a algunos viandantes y no saben darle razón. Piensa que no puede ser que la fuente haya desaparecido. Alcanza a ver a un niño que asciende en su bici, pedaleando con fatiga pero contento. Es tan frágil y delgado como él. Le hace señas de que se pare, le pregunta. "Sígueme", le dice el niño sacudiéndose el flequillo. Justo en el mismo lugar donde el hombre ha mirado se para, deja la bicicleta a un lado, toma de la mano al viejo. "Baja conmigo", le dice. Se deslizan entre una pequeña fronda de matorrales, descienden por unos peldaños, ven la piedra humedecida, la tocan, ponen la boca en el caño. El hombre suspira, se le empapan los ojos y se desploma muerto.