...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

martes, 30 de octubre de 2012

los posos del café


(Fotografía de William Klein)



Se lo dijo a bocajarro. “Explorar tu cuerpo es una aventura abierta”. Y desde el otro lado de la taza del café le llegó la respuesta: “¿Cómo puedes decir eso si no me has tenido nunca?”. Si ella no hubiera sido una mujer decidida, que había vivido ya lo suyo, no le habría contestado de esa forma. Naturalmente, él arriesgaba. “Te siento muchas noches y aunque no estás hago que estés”. El sorbo de café le permitió a la interlocutora disimular el gesto de estupor. También de admiración. Siempre había reconocido a los arrojados y más si lo eran con buenas maneras. Pero aquel superaba lo inesperado. Estuvo por preguntarle más. Cómo, cuánto, qué. Se limitó a ser irónica. “La noche es muy oscura. Tal vez veas a otra y creas que soy yo”, enredó. “Yo te veo con mucha claridad”, aseveró el hombre moviendo la cucharilla sobre los posos de la taza. Sintió la mujer que se movía de su posición. Que algo dentro de sí le incitaba a aproximarse, aunque no lo manifestó. “¿No quieres saber cómo exploro tu cuerpo?”, insistió él levantando la mirada. Ella pensó en la excusa. Que le iban a cerrar la biblioteca, que tenía que recoger un encargo, que no iba a llegar a tiempo a no se sabe dónde. Hubo un prolongado silencio de tanteo. “Más bien, ¿no será que me estés viendo en los posos del café?”, le rebatió por fin inclemente, tratando de zanjar aquella precipitación fabulosa del hombre. “Tal vez; en los posos se ve tanto y te evaporas de tal manera”, soltó ágil pero con cierta turbiedad la boca onírica del hombre. “Nos vemos a la medianoche en tu noche”, le citó ella para salir del paso. Ambos quedaron convocados para una situación invisible.



sábado, 27 de octubre de 2012

la piña


(Fotografía de Herbert List)



Nunca llegaron. En las noches de creciente avanzado y luna llena subían a lo alto de la tapia. Se apoyaban en alguno de los árboles más próximos, echándose una mano entre ellos. Luego iban en fila india en busca del objetivo curioso, también tenebroso. No se sabe de quién partió la idea. Manteniéndose en un equilibrio arrojado que solo la inconsciencia proporciona, avanzaban. Era el grupo de los más amigos. La panda íntima, reducida pero abigarrada, donde se podían compartir los secretos más rigurosos. También los más arriesgados. En aquella altura, entre la vieja cuesta y el hospital, los chicos se sentían dueños de su alma. Un alma colectiva, donde todos se disolvían, no dejando por ello de ser sino creciendo más bien en la experiencia que solo la camaradería imprime hondamente. También era la oportunidad de las ocurrencias, que ellos llamaban aventuras. Tenían que llegar a la meta, porque uno de ellos sabía que los que no están estaban allí. Fue una noche medio luminosa del estío. “¿Creéis que hoy habrá alguno?”, preguntó el que vivía fuera e iba a pasar los veranos a aquella tierra. “Mi padre, que trabaja allí, me ha dicho que ayer había dos”, le contestó otro del clan. “Oye, yo he oído que a veces los entierran vivos”, opinó uno más. Sintieron el espanto. No solo por el comentario sino al escuchar un ulular penetrante que les paró en seco. “No es más que un mochuelo”, dijo el más avezado, o acaso el más expresivo. A medida que se acercaban a aquel pobre local apartado demoraban su marcha. Sobre la puerta, la luz reticente y tibia de una bombilla hacía de centinela del abandono. Ellos sabían que los cuerpos que se dejaban allí eran cuerpos que no reclamaba nadie. "¿No tienen a nadie o es que nadie les quiere?", preguntó el más caritativo. Una nube cubrió la luna. La oscuridad repentina les estremeció. “Viene alguien, hay que irse”, dijo el más enérgico de los chicos. “Hay dos, hay dos, no podemos rajarnos ahora estando tan cerca”, insistió el más informado. Vieron el destello del charol de los guardias. Cundieron los nervios y la atracción retorcida por el misterio de los muertos cedió al terror que produce el piquete armado de los vivos. No estaban para más sustos. Saltaron justo en el momento en que la bombilla, demasiado débil, estalló. Fueron contando que desde dentro una mano apagó bruscamente la luz.



jueves, 25 de octubre de 2012

una historia demediada



(Grabado de Theodor de Bry)


En el mal llamado Códice de los Patagones, una suerte de diario anotado en el siglo XVI por el Padre Ferrán de Sansor, destinado en la misión más austral establecida por los españoles, se da cuenta de un acontecimiento que posteriormente fue borrado de la escritura de la historia. Ya se sabe que lo que no se escribe no existe, si bien siempre ha quedado en pie la narración oral y la conversión de los hechos en leyenda. En lo que aparentemente no es sino una relación de sucesos, el autor menciona una de las acciones correctivas más contundentes que las autoridades tomaron, por iniciativa del Virrey, para el sometimiento de las tribus de aquella latitud. Así, en la primera parte de su obra, transcribe literalmente lo ordenado: ”…y como quiera que aquestos indios salvajes no se dejan someter al dominio del Rey de las Españas ni ceden al acatamiento debido, Nos, en nombre de su Católica Majestad, hemos considerado que los varones de estos territorios sean desprovistos de todas las hembras que cohabitan con ellos y se proceda al desplazamiento destas hacia otros territorios extremos del interior. Adviértase que con tal decisión se pretende domeñar la bravura de esos indios, poniendo de aquesta manera en aviso a los salvajes guerreros que solo les serán revertidas sus esposas y demás mujeres, sean o no de sus tribus, si aceptan reconocer al Conquistador legítimo de estas tierras, Paladín de la Fe, Defensor fiel de la Iglesia y Señor de las Indias nuestro Rey”. 

Mal debió considerar el Padre Ferrán tal medida pues más adelante añade con valentía su comentario personal: “…Nuestros príncipes valedores de la Fe no se dan cuenta del tamaño perjuicio que se causan también ellos mesmos , ya que de todos es reconocido que aunque muchos de nuestros oficiales y soldados, funcionarios de la Corona e incluso clérigos cohabitan indisciplinadamente y en pecado con muchas mujeres de aquestos indios, dicho trato carnal conduce a un apaciguamiento de las ansiedades de nuestros servidores, así como al parto de niños que serán bautizados en nuestra Fe y, debidamente adoctrinados e instruidos, nos honrarán en el servicio del Reyno de las Españas”. El Padre Ferrán de Sansor, que hizo la relación de acontecimientos en diversas etapas de su vida, constata también su propia insatisfacción personal. “…Y aunque me han escuchado mis superiores, y no obstante haberme dado la razón en privado, dícenme que no pueden cambiar el orden de las cosas pues que el estamento del virreinato no cede a lo que considera política de Estado…” Y añade con cierto grado de frustración: “…Yo mesmo me hallo en la encrucijada de tener que pervertirme de malas maneras y en contra de mi naturaleza o bien pedir el traslado desde esta misión a alguna de las que hay establecidas en otros lugares de las Indias donde existe pacificación y por esa causa mayor tolerancia”. 

 El Padre Ferrán nunca fue trasladado a otra región de la Corona, por más que, en un principio, pareciera anhelarlo. Los investigadores hallaron hace pocos años en el Archivo de Indias varias cartas de un soldado de la guarnición adjunta a aquella misión, dirigidas a su madre. En una de ellas explicaba a ésta: “…el Padre que está a cargo de la misión había pedido al superior de la Orden que se le permitiera trasladarse a cualquier otro destino, aduciendo que estas latitudes afectan a su estado de salud. El alférez de la compañía me puso en aviso de que si llegaba la notificación del traslado retuviera el correo. La cual encomienda cumplí rigurosamente, pues las ordenanzas y la disciplina debida a mis superiores me lo exigen. Ya hace tiempo que se comenta en la guarnición la extraña conducta habida entre el Padre y el alférez, pues que ora están de buen humor, ora dicen denuestos uno del otro, ora se muestran cómplices, ora chocan con harta disputa, y todo lo cual ha dado alas a ciertos bulos que tienen que ver con la carencia de féminas, aunque quien más o quien menos todos se ven afectados por un cierto estado de miseria moral…” Y en una carta posterior, dicho soldado le cuenta: “…se comenta que va a ser revocado el castigo dictado a los indios patagones pues se considera de mayor quebranto para nuestras tropas y administradores que para los mesmos salvajes, pues estos saben hacer frente a sus necesidades recurriendo a las tribus antaño enemigas y con las que han pactado nuevas cohabitaciones carnales a cambio de suministros y defensas…” 

Pero la noticia más peregrina se encuentra relatada en una carta aún más tardía, probablemente la última dirigida a su madre. “…Desde que se ha permitido el retorno de las mujeres indias, madre, todo está confuso. Pues por una parte, parece restablecido un orden y apaciguados los ánimos del cuerpo, mas por otra se han observado ciertas deserciones entre nuestras gentes, de diversos estamentos y cometidos, sin que se sepa por qué causa. Entre las desapariciones están las de nuestro alférez y la del Padre Ferrán de quien le hablé en otra carta, sin que el Gobernador especial nombrado por el Virrey haya decidido tomar cartas en el asunto, y acaso estén interesados en que ignorando estas fugas se oculte también la medida de sometimiento frustrado sobre los indios…”

Acerca del Códice de los Patagones solo queda por aclarar que, si bien se tiene la impresión de que el diario siguió escribiéndose durante bastante tiempo, la relación transmitida quedó bruscamente interrumpida. No se conocen las causas de la arrancadura de las páginas que debieron venir a continuación. Desgraciadamente, a veces la Historia se nos transmite medianamente, por lo que es deseable que nuestra curiosidad permanezca viva ante la braveza inesperada de los acontecimientos.



lunes, 22 de octubre de 2012

amores intraducibles


(Fotografía de Herbert List)



Se amaban en lenguas diferentes. El verbo que él conjugaba en el idioma de los lagos cálidos, ella lo sorteaba con una forma simple del dialecto de las llanuras altas y gélidas. Si él elegía un sustantivo monosilábico, ella lo dejaba huérfano de adjetivo. Si se trataba de  interjecciones se aproximaban más lúdicamente, pero era la excepción. Con los adverbios sus rostros palidecían. En realidad no habia siquiera equivalencias netamente sintácticas, pero parecía que se entendían con sus particulares correspondencias. Lejos de ser un inconveniente, los amantes de territorios lejanos hallaron un incentivo al mezclar oraciones y vocabularios extraños. En aquel intercambio partían de lo preciso, siempre de su acervo de origen, para trasladarse a lo abstracto. En otros individuos aquel antagonismo en sus lenguas les hubiera conducido al rechazo mutuo. En ellos su amor podría haber quedado en un mero ámbito de murmullos y gruñidos suavizados, pero en la mezcla encontraron un acicate con el que prolongar los encuentros. “La gente no sabe lo que se pierde al no amarse con palabras indescifrables”, decía él a su familia. “No os imagináis la atracción que supone que te digan secretos que no captas”, solía comentar ella a sus íntimas. Para todos los del lugar era un misterio cómo podía aquella pareja derivar su tiempo con tanta complicidad y armonía. Nadie les vio nunca tocarse. El cortejo entre ambos carecía de gestos llamativos y solo lo salvaba una disposición refleja a rebajar cada cual el propio carácter de sus pronunciaciones. Deslizante y correoso el usado por el habitante de las lagunas; ronco y severo el emitido por la nómada de los desiertos. Un día se miraron tan cercanamente que les invadió un calor que les pedía apropiarse del otro. Fue una casualidad pero también una confluencia. Entonces sintieron a su vez que precisaban expresarlo con palabras. No con las habituales de uno o del otro, sino a través de algún vocablo nuevo. Fue natural y espontánea la necesidad de crear una palabra única que fuera hija de ambos. Entreabrieron la boca, si bien en distinto grado debido a las exigencias fonéticas de cada cual, para exclamar de manera común su sentimiento. Empezó a llover. En ese instante tenso y creador el sonido denso de un trueno encriptó el de sus gargantas. Corrieron a abrigarse en una cueva.  


sábado, 20 de octubre de 2012

los nenúfares


(Fotografía de Herbert List)



Al abrir la cancela de la puerta principal el propietario halló el jardín convertido en otoño. Era el amanecer. Esperó al perro que otros días había salido a ladrarle, pero no apareció. El camino cubría su empedrado con las hojas muertas. Al fondo, desde la penumbra, iba despertando la casona. A través de las ventanas tremolaban las cortinas. En el estanque se bañaba una mujer a la que solo había visto en sueños. Se sumergía una y otra vez, retozando saltarina entre los nenúfares. Jugaba con unos animales que parecían ser ánades, pero el recién llegado comprobó al acercarse que se trataba de seres fantásticos de difícil descripción. “Soy Britt -dijo la sirena desde el estanque- No te extrañe esta fauna, es tan irreal como yo misma”. Karl permaneció perplejo unos instantes; luego se justificó: “Yo vivo aquí desde que llega el otoño, no te sorprenda mi presencia. Puedes seguir tu baño y tu juego”. “¿No te apetece divertirte tú también? -le tentó Britt desenfadadamente- El alba es la mejor hora para sentir los elementos de la tierra, cuando comprendemos que nos hacemos con ellos”. Karl le dio la razón, pero se dio cuenta de que su percepción del aire, de la tierra o del agua no era directa; que la ropa diluía gran parte de las sensaciones. “Son tan extraños los animales que te rodean… pero es admirable su complicidad contigo”, dijo. “Deberías sentirlos de cerca. Desnúdate y entra”, le invitó Britt desde su sonrisa sugestiva. Entonces el hombre, tras quitarse la camisa, se agachó al borde de la alberca e introdujo la mano en el agua. La sirena le palpó el pecho a la altura del corazón. “Este es el elemento que nos faltaba”, anunció a las otras quimeras. Los nenúfares se volvieron rojos.


jueves, 18 de octubre de 2012

los magos


(Fotografía de Ralph Gibson)



De la antigua amante conserva el tono de su voz. Ni un pañuelo, ni un puñado de cartas, ni un libro. Mucho menos la llave de un piso perdido entre los pasos del olvido. Solo guarda el eco de una tonalidad prudente y suave cuya textura no se puede expresar con palabras, pero que a veces obra como ganzúa del pasado. Detrás de aquella modulación se agazapa una oscura nostalgia que no ha superado. La nostalgia tiene siempre algo de impotencia y mucho de insatisfacción. La voz que resguarda en una estancia clausurada de sus entrañas no sabe si considerarla un tesoro grato o un arma dañina. Una tarde viaja en el metro y oye a su espalda la voz que le obsesiona. No quiere girarse, aunque no corresponda a la misma mujer que le marcó. Se perturba y a la vez se regosta en aquel sonido secuencial y estable. La mujer que viaja detrás mantiene una conversación telefónica cuyo contenido él ignora. Prefiere sacrificar la racionalidad a la emoción, abandonándose a una musicalidad que le cautiva.

En la parada del bulevar se apea la mujer. La sigue y la para a la puerta de Los dos magos, interrogándola con delicadeza: “¿Hablas siempre con ese tono?”. La mujer mira al hombre con recelo pero no se cohíbe. “No está bien escuchar conversaciones”, le responde concisa. “No te escuchaba -él se muestra persuasivo- sino que me privaba esa escala tenue y armoniosa que utilizas. Como quien se deja llevar por un perfume, unos gestos o una imagen”. La mujer piensa que tanta sinceridad imprevista no puede ser real. O que si lo es se trata de una suerte. Una de esas rarezas que conviene pulsar hasta el final. “¿Qué tiene el tono de mi voz? Es muy común”, dice ella ya sin resistencia, prendida de aquella situación azarosa.

Se han invitado mutuamente a un café, pero él apenas está pendiente de lo que dice. La deja hablar. La observa y se evade, la escucha y solo retiene la sonoridad de sus palabras. Los magos, que sedentes lo ven todo desde sus tronos colgados, echan a suertes el destino efímero de aquella pareja casual. Esa tarde no saben separarse. “Soy algo más que el tono de una voz”, dice por fin ella. El hombre se llena de sus destellos y la palpa y la abraza y la besa. Ama en ese momento un ritmo intenso en la inflexión de su voz, una cadencia que le acompaña, una armonía que no conoce otra identidad. Ella, a pesar de aquellos gestos del hombre, constata un distanciamiento. Se siente ausente de su corporeidad. “¿Me estás amando a mí o amas a una desaparecida?”, le reclama con exigencia. Pero el hombre responde algo frágil, inconsistente, huidizo. La mujer entra en su mirada y se apropia de un lamento.


martes, 16 de octubre de 2012

usted está aquí


(Fotografía de Herbert List)



“Usted está aquí”, lee. Y la flecha indicando un punto y el punto lloviendo una gota. Donde usted está usted no pisa el suelo, no tiene perfil ni espalda ni frente. O lo que es lo mismo: nada hay debajo, ni lateralmente, ni por detrás ni por delante.

Usted se encuentra solamente en la abstracción de un plano de la ciudad. Tampoco ve viandantes, ni vehículos, pero no se fía. Solo tiene alrededor líneas rectas que se desbocan por doquier. Líneas tangentes, perpendiculares, paralelas, secantes. Excepcionalmente, algunas leves curvas. Trazados dilatados se sortean con otros angostos y, de vez en cuando, una circunferencia donde van a parar las radiales. Usted se encuentra aquí, en una intersección y tiene que creer el mensaje.

Naturalmente, puede intentar aplicar sus conocimientos de los puntos cardinales, pero no le servirá de mucho. O tratar incluso de hacerse una idea de la proximidad o lejanía de lo que busca. Y hasta calcular intuitivamente un destino preveyendo, a su vez, el retorno a la procedencia. No saldrá por ello de dudas. El esquema geométrico está pensado para que usted no se extravíe. Pero usted hace infinidad de inquietos movimientos de sospecha. No se ha percibido todavía de que al hallarse usted en este punto usted se convierte en parte del mapa. Pierda, por lo tanto, su materialidad. Prescinda también de su capacidad de razonamiento y limítese a seguir las instrucciones.

Nada le dicen los calificativos y los nombres que se abren paso entre tanta línea y que sobrecargan su mirada de mil ojos. Una retícula compleja y centrífuga que contiene también su rostro. Hágase cargo de que camina invisible por tal tejido, déjese llevar. No arranca, bien por desconfianza o porque no ha interpretado aún el manual que se le brinda desinteresadamente por parte de la municipalidad. Desearía dar la espalda a esta modalidad de dibujo que dicen que representa el territorio. “Esto no es un territorio, esto no es una ciudad”, se le ocurre a usted. Empieza a comprenderlo, pero no puede escapar. Mueve de nuevo la cabeza en todas las direcciones y repasa. Se acerca tanto que sus antenas se sensibilizan al golpearse con el cristal del plano. Ha decidido probar con su boca en forma de ventosa, sin obtener contrapartida. Por fin, sus patas peludas han elegido una dirección. La voz es automática: “Deseamos que el recorrido elegido sea el correcto. Pensando en ustedes, los insectos, se ha hecho esta costosa pero práctica inversión. Que tenga un desplazamiento acertado y cómodo”, escucha que dice la delicada fonética virtual. A continuación, emprende usted el vuelo.



domingo, 14 de octubre de 2012

el curioso de la tribu


(Fotografía de Herbert List)



En la profundidad de la caverna moraba la negritud. Ni siquiera quienes cuidaban del recinto conocían su rostro. Solo los que edificaron el lugar habían sido conscientes de las dimensiones y de las formas; pero eran arquitectos volantes y ya no vivían en el poblado. Quienes tallaron la representación podrían hablar de ella, pero habían olvidado voluntariamente. Se había acordado un pacto desde el primer adobe. El tiempo y el apartamiento fueron haciendo el resto. Aquel ente se había fraguado en el silencio y en la oscuridad. Ello le otorgaba distancia sobre los miembros de la tribu. Y con la distancia se asentaba su superioridad. Lo inaccesible le protegía y a la vez constituía su secreto.

Nwali, el más curioso de los pobladores, se adentró un día en el espacio sagrado, cuando las celebraciones del fin de la cosecha habían dejado exhausta a toda la vecindad. Avanzó hasta lo más hondo, aun sabiendo que transgredía los preceptos más insoslayables. Perdido en las tinieblas escuchó dentro de sí una voz: “Sabes que no has debido entrar hasta este vértice. Me verás pero no me verás”. Aquellas palabras le parecieron a Nwali contradictorias, pues no podía negar la evidencia ni desproveerse de su asombro. Los rasgos definidos de aquel personaje esculpido que habitaba en la penumbra le admiraron, así como su volumen complejo, sus posturas dinámicas, los caracteres rígidos de su rostro y el material de que estaba hecho. Pero las palabras escuchadas, onerosas y temibles, le incitaron a buscar la salida lo antes posible.

Sin embargo, en su retorno, no encontraba el final de aquella cueva. Cuando oyó voces alarmadas en su proximidad creyó estar cerca del exterior. Las censuras que increpaban su aventura se hicieron más evidentes y más acres. “Ayudadme a salir, no quiero permanecer aquí”, gritó Nwali con angustia. Sus hijos y las mujeres de sus hijos se acercaron, tocaron sus hombros y le respondieron: “Estás aquí ya, con nosotros, cálmate”. En su confusión él replicó: “Pero sigo sin ver, todo está oscuro, no creí que el camino fuera tan largo. ¿Cómo habéis entrado vosotros?” “No hemos entrado -le respondieron entre reproches- sino que eres tú quien lo ha hecho, si bien ya estás fuera”.

El curioso Nwali no volvió a ver durante el resto de sus días, ni admitió recordar lo que había percibido en lo más penetrante de su aventura. Solo el brujo trató de llevar consuelo al alma de Nwali: “Donde está el corazón de la tierra habita la divinidad. Que no puede ser vista ni tocada ni comprendida por el hombre.” Nwali no se atrevió a responderle que él si había visto, tocado y comprendido aquel ente, tal vez temiendo que el castigo recibido pudiera ser mayor.


jueves, 11 de octubre de 2012

el teniente

(Fotografía de Michal Hustaty)

 

El teniente sintió un arañazo en la garganta. La saliva se le solidificó. Levantó con dificultad el brazo derecho enarbolando un revólver. Al dar la orden fatal a la fusilería su voz quebró. Le salió dubitativa y frágil. Carraspeó vergonzosamente y volvió a intentarlo. Pero su emisión volvió a ser extremadamente aguda. El pelotón rió por lo bajo, no sin cierto temor. Por la mente de todos pasó la idea divertida de que les dirigía un castrato. El reo, que a duras penas se mantenía en pie a un metro escaso del paredón, alteró también su gesto claudicante. En vano había esperado la conmutación de la pena. Siquiera un rasgo de compasión que nadie había deseado concederle. Sin embargo, quiso ver en la inusitada parálisis del oficial un signo esperanzado del destino. Los hombres del pelotón, que habían sido elegidos a dedo para la funesta misión, manifestaron cierto alivio. Como si en aquel instante de demora se modificara la pena. A distancia, los oficiales de rango superior se miraron unos a otros, confusos, sin saber qué hacer. Nunca se les había planteado un caso semejante y no tenían previstas otras órdenes de actuación. Por tercera vez, el teniente se colocó en un extremo de la fila de fusileros. Tiró de los bordes de su chaqueta, se ajustó el cinto, sacó pecho y elevó con altivez la cabeza. La pistola relució al traspasar las nubes un rayo de sol viajero. El aguerrido militar inició de nuevo el ritual. Entonó bien el “pelotón, preparados”, avanzó decidido por el “apunten”, mientras los rostros de la plana mayor se relajaban aprobatorios. El "disparen", no obstante perder cierta energía, mantuvo la inflexión. Pero el vocablo “fuego”, que había pronunciado tantas veces, ardió en sus cuerdas vocales. Un implacable silencio se impuso a la consternación general. El capellán, que buscaba su promoción, vio que se le abría un camino. Alzó un crucifijo y clamó ante los presentes: “Es una señal del cielo. El Señor pone a prueba nuestra piedad. No quiere que se sacrifique a uno de sus hijos en la pira, por muy abominable que haya sido, como no deseó que pereciera Isaac”. El nombre del profeta se rompió en pedazos cuando el teniente volvió a expectorar la última parte de la orden. Resonó estruendosa la carga. El oficial contó después a sus mandos que cuando procedió al tiro de gracia escuchó decir al condenado con un hilo de voz: “Qué cerca he estado de salvarme”. El teniente vivió el resto de su vida invadido por una crisis de fe. Por supuesto, más militar que religiosa. Sin importarle si en el acuartelamiento era conocido desde entonces como el castrato.





martes, 9 de octubre de 2012

mutación


(Fotografía de Jacob Aue Sobol)


Aquellos dedos afilados y largos estaban imantados. Al desplegarse sobre el cuerpo de la mujer señalaban los puntos cardinales de su universo. Unas manos sin otro cuerpo son solo unas manos novicias. Pero cuando son depositadas sobre la piel ajena adquieren otro carácter. Había una parte de misión y otra de conquista en la desenvoltura de las manos del hombre. También de tanteo de una escritura aplicada y plácida. El mero roce se convertía en una transcripción de los sentidos. Su suave reclinación hacía emerger parte del fuego que latía en el sotobosque de ambos. Al ejercer una pausada presión desgranaban palmo a palmo aquella piel que él consideraba digna de caligrafiar. A cada contorsión o movimiento simple de la mujer el escribiente del amor preveía el nacimiento de una letra. “Haré de tu cuerpo un alfabeto”, le susurraba. Y a ella, que apenas sabía deletrear, le invadía un temor obsceno que la doblegaba. “Tal como estás ahora, tu cuerpo es una ese”, le enseñaba, y añadía: “La ese es el trazo perpetuo, la recurrente y doble curva que no finaliza nunca, ni siquiera cuando termina la vida”. Al escucharle hablar con este énfasis ella reptaba y el hombre imaginaba que acariciaba sus escamas. Todas las letras están hechas de signos anteriores a sí mismas. Y en cada signo hay un mundo más antiguo que remite a otro hasta perderse en orígenes donde no podían concebirse más que gestos y balbuceos toscos. “¿Nos puede pasar a nosotros?”, preguntó la mujer como si le hubiera leído el pensamiento. Entonces, aquella intuición despojó al hombre de su rostro, y se vio a sí mismo como un ser elemental, un nonato a la racionalidad, que se expresaba únicamente por la llamada del impulso. “¿Ni siquiera existía la ternura?”, insistió la voz de aquella corriente que se desplazaba sobre sí misma. “La ternura es lo más primitivo”, sentenció la mano firme que la describía. La serpiente notó que aquel personaje primario se desdoblaba, que traicionaba la oralidad y las maneras delicadas, y que la figura cuyas manos habían dibujado sobre su piel era ahora un contorno umbroso. Cerró los ojos sin saber si huía del hombre o si recibía a un ser fantástico.


domingo, 7 de octubre de 2012

némesis



(Fotografía de Anders Petersen)



No podía entender que al pronunciar la última frase el espectáculo se hubiera terminado. Apenas decía aquello de “la sombra de cuantos condenasteis os perseguirá por toda la eternidad”, cuando los asistentes a la función se ponían en pie y aplaudían con fervor. Caía el telón y la gente se ausentaba, mientras los empleados de la utilería remataban la faena. Después, las despedidas o las citas. Era la hora de apagar las luces. Haciéndose el remolón en su camerino, sucedía que cada noche se resistía a abandonarlo. Hasta que el vigilante le avisaba de que iba a cerrar el teatro. Entonces echaba por encima el abrigo y, sin despedirse, antipático y huraño, tomaba la salida. Caminaba pesadamente por las calles, sin prisa, en dirección a la pensión donde se hospedaba, repitiendo párrafos de la obra que tanto adoraba. No concebía que el guión acabara en cada función ni en el libreto aprendido ni con los intérpretes habituales. Se obcecaba en su identificación con el papel hasta el extremo de pretender superarlo. Una vez en su cuarto ampliaba el argumento, inventando escenas nuevas y generando figuras. Los vecinos asistían molestos a aquella representación espontánea y en alta voz que perturbaba su descanso. La cita final le obsesionaba de tal manera que buscaba el modo de darle vuelta. No anulándola, sino desarrollándola, tratando de encontrar una orientación diferente. El tratamiento del mal, que constituía el eje central del libreto, y que aparecía no sometido a justicia alguna, y apenas condenado por una sentencia epilogal abstracta y de mensaje nada comprometido, le atormentaba. Una noche generó tal número de personajes, a cual más chillones, y sus palabras atravesaron de una manera tan agresiva y quejosa las paredes del edificio, que la patrona llamó alarmada a la policía. Después emitió un bramido que heló el corazón de los vecinos y se hizo el silencio. Cuando llegaron los agentes le encontraron paralizado y rendido. Esbozaba una agria sonrisa de satisfacción. Se había vestido de ángel y sujetaba una espada formidable con su mano derecha. Los enseres, la cama y los postigos de la ventana estaban destrozados. Respiraba lentamente y su mirada era la viva y desquiciada imagen de un orate. Solo acertaba a repetir con voz tenue y compulsiva: “No os salvaréis, yo os castigaré; no esperaréis al juicio del último día”.

viernes, 5 de octubre de 2012

aparición


(Fotografía de Herbert List)



Por qué aquella mañana iba sola la dama lo desconozco. Yo estaba sentado en la terraza de un café del paseo cuando la vi llegar. Esbelta, serena, discreta. Se colocó varias mesas más allá de donde yo me encontraba. Pidió un vermú y hojeó un periódico. Parecía esperar a alguien. Su aparición me desconcentró. Tenía que revisar unos textos antes de entregarlos a la imprenta, pero no lograba situarme en ellos. El sol otoñal era tibio, ni siquiera un residuo del verano recién fugado. Se colocó de cara a él, pero aguantó poco. Al girar el cuerpo debió encontrarse con mi mirada. Si la advirtió, supo reconducirse hábilmente. Su presencia fue haciéndose más cercana, a medida que yo no dejaba de observarla. Sin el perrito no tenía la altivez habitual y resultaba hasta humana. No lo bastante débilmente humana, puesto que no entró al juego de solicitud que yo le proponía. Tampoco se impacientó por la supuesta espera, ni pidió nuevamente nada de beber. Sacó un libro del bolso. No acerté a leer el título. Sí a comprobar que aparentaba muy bien la lectura. Si no leía y tampoco me miraba, ¿por qué aquel fingimiento? Si no esperaba a nadie, ¿por qué tal demora? Un buen rato después pidió la cuenta. Se puso en pie y empujó levemente la silla. Fue en ese instante cuando tendió el largo hilo luminoso que brotaba de sus ojos hacia los míos. Me sostuvo. ¿Qué leyó en mí, ahora que parecía no simular? Vino el mito griego a mi mente. “Somos cuando alguien nos devuelve la mirada”, me dije al percibir su complicidad.


miércoles, 3 de octubre de 2012

consagración


(Fotografía de Herbert List)


Los aguaceros le ponían en celo. En cuanto olía el aroma a tierra fértil que traía el viento se estremecía. Subía presurosa a la azotea y observaba la concentración parduzca y desafiante de las nubes. Luego recogía la ropa tendida, sacaba las macetas y permanecía expectante. En cada abigarramiento bizarro de las nubes le latía más agitadamente el corazón. A las primeras gotas echaba la cabeza hacia atrás, desperdigaba la exuberancia de sus cabellos, abría la boca y pronunciaba unas palabras extrañas que solo escuchaba el cielo. “Hágase en mí”, murmuraba mística. Luego se apoyaba con indolencia en el muro, pasiva y frágil, entregada al avance del chaparrón furioso. El agua disponía alevosamente de su cuerpo. De la uniformidad amorfa modelada por su vestimenta surgía otra mujer cuyas formas se afinaban muy definidamente. Asomaba un cuello grácil y unos hombros proporcionados, ni atléticos ni carnosos, se desplegaban con la belleza cósmica que solo posee lo oculto. Al despojarse del largo sayal, la lluvia, como mano de un artífice divino, iba cincelando cada palmo del torso, del vientre, de las caderas. Ella cerraba los ojos advirtiendo el delicado efecto de la licuación, distendía las extremidades y lo que al principio no eran más que leves caricias sobre la piel se convertía en un desgarro incesante que convulsionaba todo su cuerpo. La mujer apartada del mundo no podía huir de la naturaleza que la reclamaba. En la sacudida recitaba plegarias confusas, emitía jaculatorias excesivas y aquella locuacidad casi demente enmudecía de pronto para dar paso al gesto descontrolado. Toda ella se sintió contorsión. Toda ella se vio sometida a un juego alterno de encogimiento y dispersión donde perdía su materialidad habitual. En aquel punto indefinido entre el cielo y la tierra probó el instante atemporal de la gloria. Ese vértice refulgente en el que ni dios ni el demonio se muestran, porque ninguno de los dos son la verdadera fuerza superior. “Hermana Andrea”, oyó que la llamaban desde abajo con insistencia y alarma. Se recogió la hermosa melena, ocultándola como pudo, cubrió con presura su cuerpo empapado y corrió escaleras abajo preñada de luz.


lunes, 1 de octubre de 2012

la presencia


(Fotografía de Herbert List)



Le gravaba una agobiante opresión en el cogote. Aquella altivez, no obstante la desaparición del prócer, le escocía. No sabía qué hacer con la presencia del retrato a sus espaldas, que él no deseaba y cuya mirada procuraba evitar. En algunos ministerios desprendían los cuadros y los almacenaban. En otros, directamente los destruían. No había una norma general de acatamiento. El asunto de los retratos estaba sometido a la libre decisión del responsable de cada centro. Había departamentos donde aún permanecían colgados, ya hubieran pasado años desde el cese del personaje. En otros lugares, la imagen estaba depositada de cualquier manera en el suelo cara a la pared, entre ficheros y cajas.

Era tal era el grado de inestabilidad de los gobiernos sucesivos que nadie se atrevía a decidir de una vez para siempre el futuro de los costosos retratos de los ilustres. Lo que había pasado inadvertido durante mucho tiempo se había convertido en una cuestión de primer orden.  Pero la inacción de la autoridad máxima se interpretaba como debilidad, minando la credibilidad del régimen. El gobierno sabía que tomar una determinación sobre el destino de los retratos implicaba también una reconversión de la plantilla de cargos y probablemente de funcionarios. Teniendo en cuenta la fragilidad y corta duración de cada gobierno, una decisión definitiva podía influir no solo en las elecciones, que se repetían con mayor frecuencia de lo esperado, sino en la indolencia y el mal funcionamiento de la administración en general. Con el consiguiente resultado de que un error de cálculo pudiera costar el puesto a aquellos mandos de la misma cuerda si salía elegido el partido contrario.

Él, como jefe de grado medio, se movía entre dos aguas, entre los deseos cada vez más acuciantes de sus subordinados y el criterio firme de su superior inmediato. Pero sobre todo no estaba dispuesto a seguir sufriendo aquella onerosa influencia a sus espaldas. Había pensado eliminar el retrato con disimulo. Por ejemplo, procediendo a pintar la oficina y, una vez terminado el trabajo, reubicando muebles y archivadores sin dejar espacio para reponerlo. Había tenido también la tentación de ir por la noche, arrancarlo y llevárselo fuera del ministerio, simulando un robo. Discurría incluso sobre la manera de que el cuadro se dañara a causa de la humedad producida por alguna canalización próxima, convenientemente desviada para tal fin, pero sabía que se procedería a su recuperación con la consiguiente desviación de costos del departamento.

El sarpullido que aquel hombre sufría en su cerviz se iba convirtiendo en un eczema con mala pinta. Una mañana madrugó antes de que aparecieran sus subalternos, provisto de un envoltorio de tamaño considerable. Se subió a una silla, descolgó el cuadro de sus desdichas y a duras penas lo depositó en el suelo, haciendo todo el esfuerzo posible por no mirarlo de frente. Como si quisiera evitar cualquier fulminación o verse afectado en su conciencia. El retrato, rebajado, perdía gran parte de su prepotencia y aprovechó para increparlo. “No eres nadie, ¿te das cuenta? No pintas nada. Te crecías en la pared, como si tuvieras en ella tu solio eterno, como si desde arriba siguieras dirigiendo nuestras vidas. Pero ahora estás más cerca del infierno. Despídete”. Luego desprendió el marco, retiró el óleo, lo enrolló y procedió a colocar otro nuevo que había traído de casa.

Cuando llegaron los funcionarios a su cargo nadie se fijó en el cambio. Él, de vez en cuando, sentado  en su sillón detrás de la mesa, se giraba y le hacía un guiño complaciente. Francamente, en aquella altura se vio a sí mismo con mayor prestancia.