...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

domingo, 6 de octubre de 2013

el agente secreto


(Fotografía de Jaromir Funke)



Los policías no tenemos buena fama, pero no es porque no queramos. Admito que este caso me desquicia un poco. La falta de colaboración de la patrona, el misterio que rodea a la personalidad desconocida del muerto, la visita de una extraña mujer con perro faldero de la que no se sabe nada. A veces me caen unos asuntos…Por cada caso que resolvemos o nos aproximamos a su solución, ¿cuántos se nos van de las manos? Mi mujer me dice: debiste escoger otro oficio. Pero la guerra nos partió a todos y era imprescindible vivir de algo. Ella sabe que por esa razón me reenganché a una profesión con armas, pero que no es solo de armas. ¿Quiere esto decir que no tengo vocación? Todo el mundo sabe, empezando por mis superiores, que me he adaptado bastante bien a las dificultades de este trabajo y que voy encajando también los sinsabores. Incluso que he aprendido lo suficiente como para desarrollar un sentido especial que me ponga en el camino práctico de las investigaciones. Disponer de técnicas no basta. Como no todo consiste en seguir a la gente o en tener una red fiable de confidentes. Es raro este oficio. Unos días te ves como un paisano normal y cuando menos te lo esperas estás en otra zona. Una zona oscura que dice mi mujer cuando, tras una discusión, quiere desquitarse conmigo. En esto de ser policía te ves todo el día dándole vueltas a los asuntos turbios. No, no me parece buena cosa, uno se obsesiona demasiado y puede verse propenso a desviarse. Entonces, si ocurre, si conviertes en objetivo fundamental de sospecha a lo que no es sino un elemento tangencial, puedes cometer un error de bulto. No tendría mayor importancia que se imputase al tonto que pasaba por allí o a un inocente casual, siempre ha sucedido, como que una investigación mal llevada o equívoca diera paso a una instrucción judicial que hiciera agua por todas partes. En otros tiempos hubiera dado igual, y no quiero recordar cuántos han penado con delitos no cometidos, pero ahora allá arriba se han vuelto muy exigentes. A mí me parece bien. No veo por qué uno de nuestro oficio si ha hecho algo grave tiene que librarse simplemente por camaradería o porque no se sepa y mancille así el buen nombre del Cuerpo. Por ello considero un acierto que se nos exija rigor y verificación de los sucesos. Mi experiencia me proporciona una capacidad especial para avanzar en lo investigado. No siempre tienes entre las manos suficientes elementos para que esa cualidad descubra móviles y dé con los culpables. Este caso es un ejemplo obvio. Con el muerto poco se puede contar; no va a decir lo que su cuerpo inerte o su pobre y escaso bagaje han dicho. La mujer que lo visitó apenas fue vista y nadie aporta datos que nos pongan sobre una pista seria. Después de todo, señoras con perro o sin perro hay por todas partes. Solo queda la patrona, pero ella o no sabe o no quiere decir. Y yo no puedo apretarla las tuercas. Sé que Irina, Irina Sklovski, así se llama el ama de la pensión, podría revelarme informaciones decisivas si quisiera, pero sospecho que me va a pedir un precio demasiado alto. Ella quiere que nuestra relación, hasta ahora clandestina, salga a la luz, con todo lo que me afecta en orden a tomar una decisión sobre mi matrimonio. Nunca sospeché que uno de mis casos se volviera contra mí. Es lo que tiene esto de ser policía, que las redes que extiendes en tus indagaciones te puedan atrapar en su maraña.




jueves, 12 de septiembre de 2013

interrogatorio


(Fotografía de Michael Ackerman)



Fragmento de conversación escuchado desde mi abandono entre un hombre y la patrona. 

- ¿Sabe quién era?
- No.
- Algún papel tendría.
- Yo no lo pido.
- Nosotros sí se lo pedimos a quienes alquilan habitaciones. Debería cumplir la ley.
- Yo no puedo espantar a quien toma un cuarto y me da de comer.

(El hombre indica a otro hombre que está con ellos: apunte, posible complicidad e incumplimiento de la normativa vigente) 

- Sabrá al menos de dónde procedía...
- No.
- Pero sabrá qué lengua hablaba.
- Creo que la nuestra.
- ¿Cree? ¿Ni siquiera es capaz de aportarme este dato?
- Hablaba poco.
- Observaría algún acento especial.
- No.
- ¿Venía gente a verle?
- Bastantes quehaceres tengo como para andar pendiente de las visitas que pudiera recibir.
- Me lo pone difícil, señora, no me estoy creyendo nada de lo que me responde.

(El hombre vuelve a sugerir al otro hombre adjunto: anote, la patrona se resiste a aportar información de cada pregunta que le hago) 

- Dígame al menos que traía el día que llegó.
- Equipaje.
- Precise algo más, señora.
- Una maleta ni grande ni pequeña, tiene que estar por aquí.
- La buscaremos. ¿Nada más?
- Un abrigo raído.
- Bien, eso es algo. ¿Podría tratarse de un mendigo?
- No lo sé. Tal vez.
- Tenemos fichados a todos los mendigos de la ciudad y sobre este hombre no aparece nada.
- Tal vez no fuera mendigo. No sonreía como un mendigo.
- ¿Y cómo sonríen los pedigüeños, señora?
- Sonríen como falsos, como resignados, tratando de dar pena con esfuerzo.
- Ah, eso está mejor. Esfuércese ahora usted. ¿Cómo era la sonrisa de este hombre o cualquier otro gesto, alegre o triste que expresara?
- Daba confianza, como si fuera de casa, del vecindario, vamos.
- Ya. Se lo voy a preguntar, aunque no confío mucho en lo que me diga. ¿Recuerda si en alguna ocasión le vio especialmente alegre, comunicativo, como con ganas de exteriorizar sentimientos?
- Una vez. Pero fue muy rápido.
- Precise más, mujer.
- Nunca supe por qué, ni tampoco pensé mucho en ello. Ni siquiera estoy segura.
- ¿De qué no está segura?
- Un día oí cerrarse suavemente la puerta de su habitación y escuché pasos de alguien que se desplazaba por el pasillo.
- ¿Alguno de sus inquilinos?
- No. Alguien de fuera.
- ¿Qué tipo de pasos?
- Taconeo de zapatos de mujer.
- Interesante. ¿Puede aportar algo más?
- Poco. Me asomé a una ventana que da al patio interior. Una mujer elegante atravesaba el patio hacia la calle.
- ¿Se volvió?
- No, pero escuché un poco después al hombre canturrear por lo bajo.
- ¿Llevaba algo la mujer?
- No. Bueno, sí.
- A ver, aclárese.
- La mujer llevaba un perrito.




jueves, 5 de septiembre de 2013

extrañeza


(Fotografía de Anders Petersen)



Abrir los ojos fue un acto lento, apenas un gesto. No se reconoció. Ni siquiera se sentía acechado por las preguntas explícitas que otras veces se hacía y tomaban forma racional. Aquellas que al tratar de responder le despertaban del todo. Tampoco recordaba lo que había soñado, ni si se había sentido revuelto, ni percibía que arrastrase inquietud alguna. La apariencia relajada no era habitual en él, y ello le produjo extrañeza. Si había dormido intensamente, si no había huella alguna de la pesadez digestiva que tenía al acostarse, ni se notaba afectado de manera especialmente virulenta por pensar en las cuitas a la que le sometía la vida, ¿por qué no se sentía a sí mismo? Ni siquiera un cierto grado de desmesura al beber por la noche le había dejado marca. Hacía frío, pero no tuvo rechazo al pisar descalzo el suelo. Dudó antes de vestirse. Su cuerpo no acababa de enderezarse sobre el camastro y miró la silla con la ropa. Se sorprendió de los colores y de la hechura de aquel traje colocado de mala manera, propenso a las arrugas. ¿Sería suyo? Se colocó el reloj con cierta dificultad, sin acertar a encontrar en la correa el punto adecuado que le sujetara cómodamente en la muñeca. Fue ante el espejo cuando más se confundió. No entendía cómo la levedad en la que flotaba era compatible con el reflejo de su rostro. Cierto que la luz no ayudaba y de alguna manera desvirtuaba su mirada, pero no se identificó con aquel tipo distorsionado. Trató de calcular si la imagen le ponía veinte o treinta años más y desechó la idea. “Es ridículo que me ponga a computar sobre un tiempo que por fortuna aún no tengo”. Pero se escudriñó con temor los rasgos de la máscara. Se lavó a zarpazos gatunos. Los cuencos de las manos esparcieron impetuosamente el agua gélida que salía quebradiza del grifo. Fue una ablución repetida una y otra vez, mientras buscaba la imagen deseada. Las gotas le escurrían y aquel frescor le hizo sentirse despierto del todo. No hubiera querido estarlo. Las venas de las manos se le marcaban extraordinariamente, bailando sobre una carne flácida. El cuello se había convertido en una papada rugosa y consumida. La barba, absolutamente alba y diezmada, no era siquiera el eco de la tradicional, la que le hacía sentirse orgulloso como un patriarca bíblico en la seducción de la edad madura. La nariz le brillaba y los ojos, fijos y ausentes hasta la exageración, se perdían tras el estremecimiento de unos párpados acartonados y unas cejas boscosas. “No puedo ser este que me mira”, se dijo. “Además me siento más ligero que nunca, eso debe ser buena señal. Siempre hay que escuchar lo que se percibe dentro. Y si cabe, no sentir nada.” Solo dudó cuando al intentar ir más allá de aquel cuarto de pensión de tercera no acertó a encontrar la salida.

Fue un alivio cuando escuchó pasos apresurados de hombres que ascendían por la escalera del inmueble. Luego le pareció reconocer la voz de la patrona: “Suban, el pobre está en la habitación del fondo.” Y al escuchar un sollozo brusco de la mujer se sobresaltó: “No, no sé de nadie que le conociera. Debía de tener muchos años."



domingo, 25 de agosto de 2013

hediondez


(Fotografía de Dieter Appelt)



Nunca se supo por qué en las ciudades cundió aquel hedor. Las calles y plazas olían mal. Las gentes olían mal. Los desperdicios resultaban insoportables. Desde los basureros de extramuros una invisible masa fétida se desparramaba sobre las poblaciones. Las albercas se mostraban pútridas y los ríos no generaban corriente limpia. Los enfermos redoblaban sus miasmas hasta hacerse insoportable respirar. Muchos morían porque el oxígeno no les llegaba a los pulmones. Las viviendas permanecían clausuradas para que no entraran los efluvios desde fuera y a su vez se generaba en ellas un hálito irrespirable. Las emanaciones fecales se concentraban por cualquier espacio de las casas y la falta de lluvias agravaba la situación. Algunos habitantes se iban acostumbrando, al precio de ver alterada su capacidad olfativa. Comían por comer, bebían sin gusto, no distinguían los olores tradicionales de las cocinas. Los mercados suministraban verduras y frutas y carnes que o bien ya desprendían un olor corrupto o bien los vecinos no sabían apreciar por carecer de su olfato habitual. Proliferó la venta de productos de limpieza y artículos odorantes, cuyo abuso no hizo sino aumentar el almizcle de animales y humanos. Nada distraía aquella mezcla tóxica de olores. La gente se refugiaba en el sueño. Y los que podían dormir varias horas sin despertarse inquietos o fatigados contaban. Que habían ascendido a un monte donde todo era claro y se percibía el frescor de los juníperos y las sabinas. Que corrían por la vega de un arroyo cuyo curso aumentaba limpio y rápido. Que subían y bajaban de los cerros percibiendo la brisa refrescante y amable de la lavanda y la melisa. Que cuidaban un establo donde el olor a la ganadería era el que había sido siempre y su mensaje era de vida. Que los niños correteaban por las calles y los ancianos salían al relente de la tarde. Pero al despertar se sentían nuevamente presos del desconcierto, que es de por sí algo pestilente y mórbido que envenena las mentes de los hombres. Y aquella otra oleada que sacudía los cerebros era tan hedionda como la que respiraban los pobladores. Y decían: todo esto sucede por la llegada en masa de extranjeros. Y otros: que los sistemas de higiene, con tanta restricción de agua y la limpieza deficitaria, son la antesala de las enfermedades. Y algunos más: nunca debimos aventurarnos a importar productos que no eran de nuestro suelo. Nadie quería mencionar la palabra clave. Desde el gobierno de las ciudades insistían una y otra vez que la peste era algo que pertenecía al pasado, y que la situación era estacional, transitoria. “Parece que hoy huele menos”, decían los optimistas. “Somos muy negativos, no es para tanto”, comentaban los más fieles a las autoridades de la comunidad. “No es constante, seguro que cesa pronto”, aseveraban aquellos que habían perdido del todo el olfato. Cada ciudadano se aferraba a una explicación que diera pábulo a sus deseos, y se rendían a sus obsesiones o se dejaban regir por los prejuicios. Empezaron a comer alimentos que olían mal y cuyo estado era deplorable, porque no habían previsto las dificultades de su conservación. A veces no sabían si lo pestilente procedía de los productos o eran sus bocas las que emitían suciedad. Las vísceras de los habitantes formaban parte ya de la cadena hedionda que dominaba la vida de las ciudades. Entrampados en sus propios límites, muchos procuraban alejarse de su ciudad pero volvían al poco tiempo porque, decían, no había hallado otra donde recuperar la saludable vida anterior. “Estábamos acostumbrados a los propios olores y a compartirlos con nuestros vecinos, y los asimilábamos mejor”, afirmaban resignados. Y añadían: “Si no hay otra solución siempre será más aceptable preservar el olor de la costumbre, por muy extremo y agudo que sea. Los olores de otras regiones son más difíciles de soportar que los que nosotros hemos generado”. Aun no creyendo nadie en la adaptación definitiva a la podredumbre, la idea de que su mierda era protectora porque era suya fue cundiendo entre los habitantes. Surgieron detractores de la situación, profetas oportunistas, charlatanes que pregonaban la salvación ocasional. Pero fue un ciudadano ordinario el que tuvo la ocurrencia de decirlo en público: “Si todo se corrompe es porque nuestra materia contiene esa posibilidad. Si nos abandonamos, nuestra salud decaerá. Si no indagamos las causas que han llevado a este desastre pereceremos todos.” Los regidores de la ciudad ordenaron encarcelarlo porque sus palabras producían inseguridad. 

Para su sorpresa, en aquel calabozo oscuro y húmedo el hombre percibió el fondo de la tierra. Olía la entraña, respiraba el aire limpio que emergía de ranuras apartadas, saboreaba territorios distantes no contaminados por el tufo de la superficie de la que había sido secuestrado. Fue allí dentro donde concibió esperanza.


miércoles, 24 de julio de 2013

el viejo desconcertado


(Fotografía de Man Ray)


Con aquellas lecturas las luces de los días largos se proyectaban. Y en el otro extremo, las sombras que se precipitaban durante las jornadas cortas compensaban la tristeza inherente a ellas. Así transcurrían los ciclos del año, sin que el viejo Enériz cediera a los achaques y mucho menos al desánimo. Gaspar Enériz solo vivía para los tiempos intensos que le eran ofrecidos con gratitud y destreza. Se nutría de ellos, manteniendo una fortaleza que no daba signos de quebrar definitivamente. Liberado de la dedicación a sus negocios, tras haber delegado en sus administradores, Enériz acostumbraba a decir que vivía una etapa más. Nunca se refería a la última etapa ni sacaba a relucir el término el final de sus días. Con cierta soberbia contenida combatía sus fantasmas y a la vez ponía límites al ansia de sus familiares. La lectora había llegado en el momento oportuno y muchas veces se preguntaba el hombre si no debería haber tomado unos años atrás aquella decisión de contratar a la mujer. “Todo llega en su momento. No vale hacer ficción sobre lo que no ha sido de otra manera, probablemente porque no ha podido ser, ni es útil ni juicioso conspirar contra el pasado”, decía misteriosamente en sus confidencias a la lectora. Consideraba que era un don su lento declive por la pendiente de la vida y se entregaba al reclamo de la lectura que había sido objetivo de toda su existencia. 

Cada día Enériz escuchaba sereno y entusiasmado la equilibrada dicción que emitía la garganta de Asia. Buscaba encajar el movimiento de sus labios con la gesticulación de unas facciones juveniles, dejándose arrastrar por la resonancia y la cadencia de la voz. Lo que al principio fue solo la audición de una sinfonía de voces se transformó en una discreta observación de la muchacha. A veces se abstraía de la escucha y perdía la atención del texto con sumo disimulo y cautela. Recorría con mirada aguda el contorno del rostro de Asia, se detenía en cada palmo de sus rasgos, aspiraba el olor de su proximidad, contemplaba la expresiva oscilación de sus manos y la ágil regularidad del lenguaje de sus dedos. 

Era entonces cuando temía que el hombre que llevaba dentro, y que no claudicaba, le obligara a dirigir su mirada más allá. Se sintió confuso. Entonces respingó en su sillón, adoptando la pose de sentirse especialmente atraído por lo que le leían. Asia intuyó el desconcierto del hombre e hizo una pausa. Estiró suavemente su cuerpo, dejando caer hacia atrás la exuberancia de sus cabellos. El viejo Enériz se sintió aturdido, pero no supo callar. En la fluidez conseguida por lecturas pasadas y presentes declamó: “Asia, eres la mensajera de mis días eternos. No me lleves más lejos de las historias que lees, pues hace tiempo que dejé de galopar y apenas distinguiría el terreno por el que podría conducirme la cabalgadura”. La mujer acarició el lomo del libro y miró al viejo con dulzura: “Señor, no todas las historias han sido narradas, aunque se parezcan. Si bien se vienen contando desde el principio de los tiempos, cualquier historia no vale sino cuando uno mismo la vive y, sobre todo, cuando la disfruta. Mientras esto no llega, el galope sigue pendiente y la cabalgadura permanece a la espera, dispuesta.” El viejo Enériz sintió que en su interior dos fuerzas opuestas tiraban de él. Percibió tal alegría que sus ojos se humedecieron. Asia le sonrió: “¿Sigo leyendo?”.


jueves, 18 de julio de 2013

lecturas pendientes


(Fotografía de Herbert List)



La lectora de la finca Enériz tenía el cabello bruno y rizado. Ya fuera debido a esta tonalidad o por la función que cumplía, o bien a causa de ambas características, los malévolos del lugar comenzaron a llamarla Sherezade. Espoleados por los antes inquietos y ahora desilusionados sobrinos comenzaron a correr dichos y fantasías que, lejos de enervar al propietario, le estimulaban en su anhelo de lector enfebrecido. Apenas notaba cambio en esta condición renovada ahora por la vía intermediaria llamada Asia. “Berrean, luego creamos vida”, solía decir literariamente, ignorando las perfidias y buscando complacerse. No sentía los años como herida sino como campo que podía aún recibir los frutos dadivosos que se le brindaban. La lectora se recogía en un cuerpo pequeño y delgado, pero armonioso, que hacía crecer con sus ademanes reposados. Disponía de unos ojos de mirada acariciadora y la boca la tenía puesta con el justo equilibrio que le permitía emitir cualquier clase de entonaciones. A Enériz todas las horas del día le parecían escasas para la lectura que necesitaba que le llegase. No obstante, estipuló con la mujer unas horas donde ambos fueran más receptivos. Él para escuchar y ella para narrar relajadamente lo que tantos autores habían escrito. Asia no conocía la mayor parte de los libros que Gaspar Enériz ponía entre sus manos. Pero la facilidad conque la lectora situaba el argumento, la inflexión utilizada para distinguir no solo personajes o momentos, sino la misma conducción del hilo por parte de un narrador invisible, y la atmósfera de sus pronunciaciones y paradas, embargaban a Enériz. Éste cerraba los ojos, extendía los brazos sobre los apoyos del sillón y se dejaba embriagar por las voces múltiples que percibía desde el fondo de historias mejor leídas a como él jamás lo había hecho. Cuando acababa un capítulo largo, Asia se detenía y se quedaba callada. El oyente permanecía inmóvil y abandonado, y si tal estado duraba un tiempo que rebasaba lo prudente la mujer se dirigía a él con delicadeza. “¿Sigue todavía en el capítulo que acabo de leer, Gaspar?” Y él contestaba lento y espeso, como quien no desea salir del sueño: “Sigo dentro. A mi edad ya no tengo urgencia por saber lo que un argumento nos depara en el capítulo siguiente. En cada capítulo termina algo de la vida de todo el relato y quiero sujetarlo. Como mis días.” Entonces, abría despacio sus ojos y se encontraba con los de Asia. Ninguno de los dos desviaba la mirada ni hablaba. Ninguno apremiaba al otro con un quehacer o una solicitud expresa. Ninguno pedía al que tenía enfrente sino un tiempo de serenidad que contenía probablemente alguna lectura pendiente que aún no habían acometido.


martes, 9 de julio de 2013

la penúltima voluntad


(Fotografía de Fred Plaut)


Gaspar Enériz, bodeguero de toda la vida y, no obstante, ávido lector, lo dejó dicho. Que cuando lo entregaran a la tierra metieran con él en el ataúd sus libros elegidos. Para que nadie dudase ni sufriera el golpe del olvido, dejó estipulada una cláusula ante notario por la que se anticipaba al testamento propiamente dicho, condicionando de tal modo el cumplimiento de éste a su pequeño capricho. Así sus sobrinos no dejarían sin llevar a cabo su voluntad, que de última tenía muy poco puesto que se trataba de una idea que fue rumiando a lo largo de sus interminables años. 

A medida que caía década tras década de su saludable vejez todavía leía más. Se había pasado gran parte de su existencia sin apenas salir del lugar y, si bien había conocido infinidad de viajeros y transeúntes que le habían aportado informaciones y conocimientos, procuraba cumplimentar su limitada experiencia succionando aquello más exquisito que hallaba en los relatos. Es cierto que no leía cualquier libro. En principio había descartado aquellas impresiones con letra dificultosa para su vista cansada y las ediciones que amarilleaban y despedían un tufo desagradable a su delicado olfato. El vino no había corrompido nunca su capacidad sensitiva de la misma manera que los años no le desviaban de su voracidad lectora. Pero en cuanto a su interés por los géneros y temas literarios, no hacía ascos a ninguno. Nadie sabía con precisión qué títulos y qué cantidad de libros había dispuesto para que le acompañasen en el viaje que suele llamarse eterno. Incluso se reía de este término, no tanto por el uso y abuso que la religión había hecho de él, como porque la angustia de la temporalidad no le recababa mayor interés. Vivía como si no fuera a morirse jamás. Leía como si nunca fuera a llegar a más anciano. Disfrutaba como si hubiera entrado en una segunda vida dentro de la única de que disponía. 

Sus familiares veían por cualquier parte novelas de autores de todo idioma, géneros y estilos, lo cual les confundía. Por algún lado habrá una lista, si se muere mañana, comentaban entre ellos. O tal vez obre ya en poder del notario, se consolaban. El temor a que no supieran qué libros tendrían que enterrar con su cuerpo les ponía nerviosos. Si no sabían de qué libros se trataba no podrían cumplir el requisito. Y si no se ejecutaba tal condición peligraba la herencia. Los sobrinos menos afectuosos propusieron tener preparada una lista cualquiera; el muerto no iba a quejarse. Los más honestos  -o acaso se tratase de los más supersticiosos por si no se cumplía con rigor la encomienda-  pedían hacer las cosas bien. 

Fue en ese momento álgido de las cuitas de sus sobrinos cuando Gaspar Enériz se levantó un día comentando alarmado que le costaba trabajo leer. No era ceguera, pero la dificultad de concentración le sobresaltó. Tres días estuvo a prueba de sí mismo, en que no mejoró y la lectura se vino abajo. Al cuarto día reunió a los sobrinos con urgencia. Los que vivían fuera de la ciudad corrieron a estar a su lado y los que habitaban en su proximidad apenas le abandonaban. Todos interpretaron con espanto que se encontraba en las últimas. 

Una vez concentrados, manifiestamente tensos, en aquella biblioteca más extraordinariamente caótica, pero repleta de volúmenes, que se haya visto nunca en una casa particular, Gaspar Enériz apareció altivo y notablemente mejorado. Junto a él una muchacha joven a quien nadie conocía. “Esta mujer se llama Asia”, dijo con un tono apacible. “A partir de ahora será mi lectora particular y vivirá en esta casa. Declama con la misma entonación con que yo he leído hasta ahora y transmite las mismas sensaciones que he percibido de las narraciones fabulosas que me han subyugado”. En medio de la sorpresa general, el más pequeño de los Enériz se atrevió a preguntar: “¿Y la lista, tío? Mire que queremos cumplir su recado de la manera más eficaz y satisfactoria para su memoria”. Gaspar Enériz sonrió ante la retórica del joven. Luego ensanchó los pómulos sonrosados que ahuyentaban por su propia vivacidad cualquier desgracia inminente y dijo: “¿La lista? Ah, sí. Tendré que rehacerla. Hay algunos títulos que no tenía previstos, como muchas cosas que acontecen inesperadamente en la vida”.


lunes, 1 de julio de 2013

cómplices


(Fotografía de Manuel Álvarez Bravo)



Asunción y la Guajira apagan el día al frescor de la pérgola. “Dime, ¿a ti te gusta el cuerpo del deán?”, pregunta la Guajira a su colega. “Mira, mona, yo lo encuentro muy troncocónico por arriba y demasiado estrecho por abajo”, contesta la otra. Ambas ríen con exageración. “¿Quieres decir lo que creo que estoy pensando?”, insiste la Guajira. “Lo tuyo es pensar y dar vueltas a las entretelas de los hacendados, pero en materia de carne de clérigo estás inexperta e insípida”, responde Asunción. Vuelven a reír estrepitosas como si buscasen el desahogo al anochecer mientras arden todavía las piedras. “Se le ve a la legua que no tiene superado el gustito por los monaguillos y menos por los novicios”, aclara. La Guajira está tan intrigada que no cede, acaso no tanto por la información que le puede proporcionar la otra como por las ganas de divertirse a costa del ausente mencionado. “Pero ¿por qué reclamarte de manera tan obsesiva cada semana si nosotras no somos lo suyo?”. Asunción echa unos dedos de mezcal en el vaso de su compañera: “No me cabe duda de que es la búsqueda afanosa de la santidad, previo pago del arrepentimiento”, dice con un matiz que no parece ya ironía. “Condenado como se siente por no saber mantener su castidad, el buen deán precisa tener un gesto de orden ante su Supremo Juzgador para el momento decisivo. Ya sabes, Dios es siempre un hombre, y que el Señor me perdone, pero toda la vida los hombres le han hecho un hombre. Es probable que no le guste que sus ministros sean pecaminosos, pero puede hacer la vista gorda si muestran una cierta contrición. De lo que estoy segura es que no le parece bien que los hombres se líen entre sí. Entonces, venir a putas sería un acto de pecado, sí, pero de pecado menor, perdonable. Se ajustaría al orden del Señor, porque ya te he dicho que Dios es siempre un hombre”. La Guajira se ha metido de un trago el veneno áureo del agave y casi se colapsa. Duda si la entiende del todo: “Vamos a ver, Asunción. ¿A ti te da tanto placer ese cura, que tal parece que te has emperrado con él?”. Asunción se relame los labios, siente el trago como una cuchilla en el gaznate, carraspea. “Ay, chamaca, a mí me paga, y bien. Condición imprescindible. Lo demás es condescendencia. Ya sé que tú eres más peligrosa y te gusta enamorarte de los clientes, aunque sea durante el tiempo que dura la cita. Supongo que cada una tenemos nuestros métodos, ¿no? Ah, pero sí, sería falsa si te dijera que no me sale mi agrado cuando le procuro esa clase de placer secreto que él reclama”.

Se han cogido por la cintura y han fusionado la risa. Balancean las piernas sobre el pretil de la terraza. Asunción ha besado el cuello esbelto de la Guajira. “Qué bueno que Dios sea hombre y no nos estorbe”, la dice bajito y mimosa.


martes, 25 de junio de 2013

retro adolescente


(Fotografía de Cartier-Bresson)


En el sueño hay un territorio de nadie donde todo se habita. En él todo es posible probar y cualquier objeto de deseo es disfrutable. ¿Quién no ha sentido al despertar de un sueño impetuoso y fascinante la necesaria atracción de prolongarlo? Fuera por esa causa o por los propios devaneos decidió ir a la arriesgada busca de la señora del perrito. Rebajó el criterio que tenía sobre sí mismo como hombre maduro, avezado en tranquilidad y sensatez, y emprendió una aventura a ciegas. Aquella transformación hacia atrás, aquel retorno aparentemente imposible a una adolescencia inquieta y ardorosa disparaba su excitación. En el salto intuía un aliciente. No solo una manera de romper la monotonía o de quebrar la pesada conformidad con que envolvía sus días en la bruma. Sin percibirlo con excesiva nitidez deseaba ahondar en el conocimiento de su personalidad. ¿Justificaba con ello la seductora llamada de la sorpresa? Había llegado a un punto en que consideraba pérdida de tiempo la vaguedad con que había esperado en el café durante meses una nueva aparición de la mujer. “Las nueces no caen si no sopla un viento fuerte", alegó para disculpar aquella motivación repentina, añadiendo: "...o si no mueven el árbol unas manos que las quieran recoger". 

Sacó un billete para el tren de la costa y se presentó a pecho descubierto en la ciudad del balneario, donde suponía que podría encontrarla. Pero una vez hubo pisado la pequeña estación estilo decó de su precario destino se sintió ridículo. Carecía de pistas y dejarse guiar por el olfato podría condenarle al fracaso. Pero el paso estaba dado. “Quién sabe, buscaré la calle principal, un café bien situado y una buena lectura. Será cuestión de tiempo”, pensó. Reservó habitación en un hotel medianamente cómodo por si tenía que quedarse aquella noche y, como era pronto, recorrió algunas calles que habían sido remodeladas tras la guerra. Luego bajó hasta el puerto y regresó hasta posicionarse en lo que consideró un buen observatorio del bulevar principal. El legendario café Aux Vieux Moines domina la encrucijada que separa la ciudad antigua del nuevo ensanche. Un tranvía de frecuencia inusitada hace el recorrido entre la parte baja y el barrio residencial de los veraneantes. Sentarse en el café -un Calvados, pidió al camarero- le proporcionó normalización. “Vuelta a empezar. Después de tanto tiempo, otra vez tomando una senda probablemente equivocada”, se cuestionaba con un rictus de amargura. “Pero ¿qué tengo que perder? Si hoy no me acompaña la suerte, mañana volveré a intentarlo. Y si mañana no obtengo el triunfo, rabo entre piernas y vuelta”. Recitaba sus propios planes para hallar seguridad ante la perspectiva de un fracaso. Pero decidió que no tenía edad para estar de los nervios, que debía mantener la compostura y dejarse llevar con entereza. “Pase lo que pase, habrán sido dos días de asueto. Una ruptura con lo cotidiano que me habrá venido bien”. 

A medida que las horas de la mañana transcurrían mayor era el flujo de gente por la avenida. El parterre del café fue ocupado por oleadas sucesivas de ociosos. Tal circunstancia le llevó a aguzar la mirada, observar con cierto descaro y, en definitiva, a no bajar la guardia. Comió en el restaurante del hotel y como no cediera en su obsesiva persecución de la señora de sus cuitas prefirió dedicar la tarde a airear su mente visitando la casa natalicia, convertida en museo, de aquel escultor célebre que había trabajado grandes y angustiosos volúmenes de bronce. Pasear por la amplia alameda, hacer el recorrido del tranvía de punta a punta o recorrer las galerías comerciales del barrio pudiente no le dieron resultado en sus pesquisas. Eso sí, al menos estuvo menos tenso y llenó su mente con la mirada insaciable de un visitante ocasional. 

Al caer la tarde estuvo tentado a pasar por alguno de los antros del barrio pesquero, pero percibió tal idea como una ofensa al objetivo fundamental de su viaje. Temió la noche en aquella habitación que extrañaba. Temió que sus propias sombras interiores fraguaran contra él una venganza. Temió el reproche de su mala conciencia de adulto que ya no debía hacerle dudar, que jamás puede quedar en entredicho ni ante otros ni ante sí. Tan larga era la mano de la moral imperante. La que le había forjado, la que le había dado oportunidades. La que también le había insatisfecho. 

Envuelto en aquellas turbulencias, cuyo ingrediente juvenil se limitaba a la energía desenvuelta que le tenía asombrado, durmió con una densidad tal que no pudo despertar pronto. Repasó la agenda de su plan. “Estaré solamente por la mañana. Comeré y si el objetivo no se alcanza volveré en el tren de las cinco. No tiene sentido dedicar más tiempo a esta ciudad. Al faltarme el aliciente también la ciudad me falla. Podría cogerla manía para siempre”. Con estos razonamientos se puso en marcha. Repitió los mismos movimientos del día anterior, si bien recorriendo tres cafés diferentes. Comió ligero y no pudo evitar caer en un enfado que amenazaba castigarle desde una de sus personalidades ocultas. “El azar no ha estado de mi parte”, pensó. “No debí dejar que la mujer se fuera por las buenas la última vez. Solo me queda olvido o dejar un resquicio de esperanza, por si acaso. Nunca más planearé una búsqueda absurda y descabellada que, de saberlo, mis amigos se burlarían”. 

Prefirió hacer a pie el camino a la estación. Llegó pronto. Tomó asiento en un rincón tras consultar si el horario de salida del tren no sufría retraso. Las noticias del periódico vespertino traían cierta alarma, pero optó por evitarlas. Concentrado en su propio fracaso no quería ahondar su maltratada soberbia con otras agresiones de momento ajenas. Anunciaron su tren, pagó, recogió su bolso. En el andén los viajeros fueron situándose de forma escalonada, previendo el vagón donde iban a subir. Como último gesto compulsivo miró en las dos direcciones, sin reconocer a nadie. Ahogó un suspiro de enfado. A punto de poner el pie en el estribo del vagón sintió el roce de un animal en la pernera del pantalón. Luego una voz le rasgó la nuca: “¿Usted por aquí?”


lunes, 17 de junio de 2013

la azafata




La conocí en el expreso a las tierras altas. “El coche restaurante se encuentra en cola”, me dijo con una amabilidad no disociada de la dulzura. La mujer, de estatura mediana, hizo un gesto con la palma extendida, para ratificar su información. Traje de chaqueta y pantalón azul marinos, y corbata con rayas diagonales donde iba cosido el anagrama de la compañía. Y sin embargo no parecía uniformada. Había algo en su mirada y en aquella sonrisa abierta tan oferente que no la condenaba a ser una empleada alineada entre el personal de servicio del ferrocarril. Me mostró el compartimento, colocó la cama en posición adecuada, indicó todos los detalles del lavabo y se despidió diciendo que no dudase en llamarla si precisaba cualquier cosa. Supe que su nombre era Victoria Higgins por la pequeña placa que llevaba adosada en la solapa. Le agradecí su atención -creo que no pude evitar un “Oh, muy amable, Victoria, lo tendré en cuenta”- y ella siguió su trabajo de ubicación de los viajeros. 

Caía la tarde de invierno y la atmósfera acogedora del tren trataba de escapar a la bruma que se extendía en torno a la estación. La partida fue inmediata. Siempre elijo para los viajes largos el tren; creo que es parte del recorrido vital y no un simple desplazamiento. De ello hago un símbolo, y como tal filosofía lo disfruto. ¿O debería decir que lo que busco y me place en ellos es la soledad? Por supuesto que hay ocasiones en que te ves obligado a charlar, más o menos formalmente, con otros viajeros. Pero no lo busco. Y es fácil apartarte. Me priva el aislamiento mientras siento bajo mis pies la agitación del convoy y que todo mi cuerpo se convierte en dinámica y abandono. ¿Un libro? Naturalmente y en ocasiones dos. Y mi moleskine dual, donde dibujo apuntes del paisaje y anoto ocurrencias. 

Llevábamos un buen trecho de viaje cuando llamaron suavemente a la puerta de la cabina. “Disculpe. Le traigo un pequeño aperitivo. Ya sabe que la cena es a las ocho, pero la compañía es muy detallista con sus clientes”, dijo Victoria Higgins. Hablaba con una actitud que rompía el esquema y aquel acercamiento cálido y medido me gustó. Estuve a punto de responderla si no deseaba acompañarme, pero me pareció, además de estúpido, una injerencia en su actividad. Dejó el Carpano rojo sobre la mesita abatible e insistió: “La cena, a las ocho en punto. Y si puede un poco antes, mejor. En este caso los primeros serán más primeros y por lo tanto atendidos con más presteza”, y percibí en ella cierto desparpajo que me desconcertó. 

Durante la cena conocí a un arquitecto célebre, pero tan presuntuoso que no me apeteció tomar café después con él. La fortuna quiso que en la barra del bar coincidiera con un empresario de circo que se hacía llamar Majestus y que me contó que había sido domador, antes equilibrista, antes montador, antes chamarilero, antes penado en una oscura prisión de Cerdeña y antes nadie. “¿Antes nadie? ¿Cómo es eso?” le pregunté con cierta avidez. “Porque fue entre rejas donde empezaron a apreciarme y, sobre todo, a reconocerme”, me respondió ufano. “Por lo tanto es imposible que ni usted ni otra persona me oiga hablar mal de mi existencia de penado”. Son las paradojas del viaje en tren. A veces tanto te apetece estar solo como no desdeñas conocer a personajes fantásticos. Porque hay seres fantásticos. ¿Era Victoria Higgins otro de esos seres que se cruzan en tu vida, sobre cuya personalidad no acabas de saber y que en un tiempo justo han rastreado varias capas de tu ser que antes ni tú mismo conocías? 

Aquella noche, los viajeros se habían recogido en sus departamentos. La luz de los vagones disminuía -no sé por qué me vino la expresión luz que agoniza, probablemente por mi deformación cinéfila- y la noche se prometía larga y devoradora. Esa sensación siempre me enajena. Un tren es como un hábitat dentro de otros hábitats. Un espacio estanco que tiene sus leyes propias, donde el viajero se entrega a un escenario limitado en el que desaparece de este mundo. Sobre todo cuando reina la oscuridad exterior y quienes están allí dentro se reflejan en las ventanillas. Aquel reflejo propicia el diálogo secreto entre dos imágenes. Yo soy ése, ya me había olvidado, puede darte en pensar mientras te observas más o menos desfigurado. Fumaba en el pasillo mi último Egyptiens antes de retirarme. El tren transcurría por un terreno abrupto y la agitación era intensa. De pronto, ella estaba allí al lado, en el reflejo del cristal. “Lo bonito de mirar el paisaje de noche es que o te lo imaginas o solo alcanzas a ver tu propio paisaje íntimo”, dijo Victoria Higgins riendo contenida y bajo. “¿Me das uno? Apenas fumo pero necesito compartir algo, no sé, un gesto, una risa, una palabra. Algo”. “¿Puedes hacerlo aquí, así mientras trabajas?”, le pregunté por extender aquella presencia. “Hay tolerancia”, respondió, “Siempre que no abandones el servicio. Además, todo el mundo se ha recogido. El tren es nuestro”. Aquella ligereza tan grata no merecía ser traicionada. “¿Qué te parece si damos un golpe de tren, reducimos a los maquinistas y al jefe del convoy y alteramos la ruta?”, le dije. “¿Nos vamos a Siberia, por ejemplo?”, soltó Victoria Higgins. “Por ejemplo”, dije por inercia. No fue el movimiento lateral del tren lo que produjo que aquella mujer rozara mi costado. Y que su mano aferrara mi hombro de forma nada banal. Pensé entonces en el cigarrillo como gesto, en la palabra como puente, en el roce como propuesta. “El vagón bar está al final, señor viajero”, dijo. “Pero a estas horas ya está cerrado. ¿Qué le parece si planeamos la toma del tren en mi cabina?”. 

Fue en aquel pequeño cubículo donde descubrí que hay recorridos mucho más intensos que el que se hace en un tren y paisajes más embargantes que aquellos que se contemplan desde la ventanilla. Lo imprevisto es siempre un fenómeno francamente misterioso.


jueves, 13 de junio de 2013

entre carneros



(Fotografía de Emmet Gowin)


“Me acuerdo mucho de mi madre”, dijo mi longevo padre durante la cena. Mientras le escuchaba traté de calcular la intensidad de un recuerdo que para mí era ajeno. No sé si porque siempre había creído que acordarse de una madre era mera propiedad de la infancia. “¿Te acuerdas porque eres viejo y sabes que ya nada te puede salvar?”, le dije con escasa delicadeza. Se encogió de hombros y se limitó a responder: “Me acuerdo”. Fuera real o un mensaje oculto, aquello me hizo pensar en el desprendimiento que yo había mostrado acerca de los seres otrora queridos. Que yo apenas recordara a mi madre muerta, menos a mi esposa huída y en absoluto a mis hijos desperdigados por ni se sabe dónde, mientras él hiciera ostentación de una fidelidad a su propia memoria me asombraba. “¿Quieres decir que yo también me acordaré de ti cuando ya no estés?”, le solté a bocajarro tendiendo puentes. Pero sus respuestas solían ser bruscas y expeditivas: “De mí te acordarás siempre”. Y este toque presuntuoso me provocó. “No estés tan seguro”, contesté áspero. Él detuvo el movimiento de su cuchara, levantó los ojos de aquel plato de difusa pasta de lluvia y golpeó secamente el fondo, con un ademán entre infantil y autoritario. Alzó la cabeza y nuestras miradas de reto se encontraron a medio camino. Cuando mi padre clavaba en mi sus ojos, pequeños y agudos, envueltos en la celosía de unos párpados rugosos y ocultos a medias por unas cejas desaliñadas, daba la sensación de estar concitando la unión del cielo y del llano, auspiciando una tormenta advenediza y furiosa. 

No dijo nada. Volvió al ejercicio de la cena pausada, troceó el pan y lo fue depositando sobre la sopa con el gesto del viejo campesino que llevaba dentro todavía, como si sembrase sobre tierra baldía. Controló el temple y su voz medida sentenció: “Siempre has sido un ingrato. Y ni siquiera ahora en que está tu padre como está eres capaz de cambiar”. Pensé que acaso tuviera razón, pero ¿cómo no manifestar por mi parte cierto espíritu de mezquina venganza que pusiera las cosas en su sitio? Ambos callamos. Los silencios que no parecen tener fin tienen algo de muerte. Mueren los bellos recuerdos, si aún queda alguno; mueren los escasos ideales en los que alguna vez uno creyó; mueren los sentimientos que nos parece que han sobrevivido a las sucesivas catástrofes de nuestras vidas. Aquella aguada repleta de migas no parecía menguar. “Si no te apetece no lo termines”, le dije suavemente para apaciguar el encontronazo. Él me ignoró y concentró su empeño en agilizar las últimas cucharadas. Adiviné su pensamiento: “Como lo que quiero y de la manera que quiero”, fantaseé que pensaba. Ello me suscitaba tanta animadversión como si le estuviera oyendo pontificar autoritario y exigente. “Para un poco, vas a atragantarte”, le recomendé preventivamente. Hizo un gesto de que le quitara el plato, sujetó los cubiertos con ambas manos, pellejudas y lacias, y me increpó: “Siempre has sido un desagradecido, hijo”. 

Yo habría preferido que hubiera evitado el vocativo; lo agravaba todo. No paró ahí: “Y tu madre sufrió mucho por ello”. Me dieron ganas de decirle que el sufrimiento de mi madre por mí manaba de la misma fosa séptica, es decir, de él mismo. Pero callé para evitar tener que escucharle una vez más aquella retahíla de reproches que infinidad de veces había dirigido contra mí. Mi fracaso de estudiante, mis problemas con la justicia, la aventura de marcharme al continente lejano, los años que no tuvieron noticias mías, el retorno piadoso del hijo pródigo haciendo aquel acto hipócrita de arrepentimiento y sumisión. Y por último mi matrimonio frustrado en el que habían depositado todas sus esperanzas de recuperación acerca de mí para el orden familiar y que no abría sino una nueva caja de Pandora no menos cruel y amarga. Aquel paso fatídico por el que mi padre se jugó su prestigio social, o eso decía él, y mi madre perdió la fe en una religión que no había dejado de sacarla prebendas en lugar de reconfortarla. 

No eché leña al fuego y mi padre permaneció silente. Cuando una de las cuidadoras le trajo la ración -“qué bien has comido, campeón”, frase que a mi padre desagrada profundamente- el anciano afinó una sonrisa larga y malévola. “Bien sabes que yo no he creído en el infierno imaginario del que habla el clero, acaso porque he conocido muy de cerca el de este mundo”, dijo pausadamente. “Pero tu desafección solo me obliga a desear que te pudras en él”. No me sentía con ganas de responder a aquel hombre con otra barbaridad. Estaba claro que era una lucha de carneros donde no estaba garantizada la victoria de ninguno de los dos. Reí de la forma más despiadada que pude. Luego le encajé: “Vas a lograr que me acuerde de ti toda mi vida. No me cabe duda de que ambos vamos a pudrirnos en la peor de las tinieblas: nuestra soledad.” En el brillo de sus ojos perdidos asomó un conato de rendición.


domingo, 2 de junio de 2013

seres secretos


(Fotografía de Nan Goldin)



“Mi vida está llena de secretos”, dijo por sorpresa Melcíades Arango a su amante. Ella, Arnuncia Ortiz, hija de buena familia y esposa de mejor apariencia, no pareció manifestar agitación alguna. Manteniendo su mirada a media distancia le preguntó mientras simulaba admiración e intriga: “¿Tienes muchos?”. Melcíades no se anduvo con rodeos y manifestó con ostentación: “Tantos cuantas vidas he vivido, y mira que me he movido por esos mundos”. A Arnuncia no le hacía ninguna gracia esa exhibición semi velada del hombre. No entendía qué necesidad podía tener él de venderle a ella imagen alguna de sí mismo que, probablemente, sería falsa. “Pues nadie lo diría cuando estás conmigo”, le devolvió ella con retintín. “Yo te veo siempre transparente, sincero, sin doblez alguna. Como si estuvieras estrenando tu juventud”. Arnuncia observó de qué modo encajaba Melcíades esta expresión de complacencia. El hombre picó. “¿Sí?”, dijo, expandiendo una luminosa sonrisa de satisfacción. “¿De verdad me ves como si iniciara de nuevo la vida? Tú me has cambiado”, y elevó la voz de manera firme y altanera. Ese juego de condescendencias verbales mutuas tenía mucho de ratificación de su íntima y clandestina relación, pero también insinuaba la flaqueza de quienes saben que han tocado techo. Melcíades renunció a encender un cigarro, se concentró de nuevo en la desnudez de su amante y optó por hacer un esfuerzo de solicitud que gratificara a la mujer. 

El calor de la tarde se dejaba notar y, no obstante el ventilador que colgaba del cielo raso de la habitación, sus cuerpos transcurrían húmedos y tentadores. Como si las palabras de la mujer hubieran hecho mella en Melcíades éste se aproximó a ella titubeante, inexperto, torpe. El contacto de los cuerpos que emiten abundante sudor puede repeler si no pesa más el deseo. Ella le sintió extraño, diferente. Pero lejos de repudiar esa actitud timorata del hombre se sintió azotada por su modo de hacer. Melcíades comenzó a describir con sus dedos una serie de círculos imaginarios sobre la carne de ella. Círculos que se propagaban y se reducían de modo cadencioso y prudente. Trazados en espiral que recorrían el torso y el abdomen de ella ampliándose y achicándose hasta una parada donde él fijaba el dedo y lo dejaba morir. 

Arnuncia Ortiz, esposa infiel e hija de una familia cuya nobleza era puesta en entredicho por muchos paisanos, cerró los ojos. “No sé si eres tú o si eres uno de tus seres secretos”, dijo entre suspiros, mientras se abandonaba a un hombre imprevisto, fantasmal, vigoroso. A Melcíades le asaltó a su vez la sensación de que la mujer que tenía al lado era otra mujer. Olvidó su nombre, ignoró los anteriores encuentros, borró de su memoria todo aquello que había observado otras veces que a ella le procuraba placer. Aquel brote de imaginación era acompañado por nuevas sensibilidades mutuas. Arnuncia no pudo evitar sincerarse en el límite de su extrema fatiga. “Así me gustas, mi Secreto”, pronunció en el oído del hombre mientras se sentía adolescente y contenía el nervio. Sintió que la pasión de aquella tarde se revestía del atractivo temor original que hirió su intimidad en manos del primer hombre. Y tembló junto al perfil del cuerpo de Melcíades. “Haces que me sienta como la primera mujer”, dijo ella con expresión críptica. No menos oscuro le respondió Arango: “¿Acaso no sabes aquello de que la última será la primera?”



miércoles, 29 de mayo de 2013

la audición


(Fotografía de Vivian Maier)


La chica no respondió al saludo del hombre cuando éste se sentó frente a ella en el autobús. La cortesía habitual en él tropezó con la abstracción de la joven. Llevaba puestos unos auriculares y él dedujo que era una más de esta gente moderna que se traslada a todas partes oyendo su música elegida. La chica cerró los ojos. El hombre contempló su ausencia expresiva, apenas quebrada por unas manos que se deslizaban tenues una sobre otra, sin agitación ni brusquedad alguna. En vano esperó un gesto más vivo. Un tamborileo de los dedos, la vocalización imperceptible de los labios, una oscilación rítmica y prudente de los pies. Algo que delatara qué música podía estar escuchando. La chica solo abría lo ojos cuando se producía algún movimiento de viajeros que bajaban o se acomodaban. Luego retornaba a aquella concentración que la aislaba del mundo. En uno de los frenazos del vehículo la joven pareció despertar de su enajenación. Él aprovechó la circunstancia. “Este recorrido depara siempre muchos sustos”, dijo afable. “Sí”, respondió la chica, sin mayor calidez pero con suavidad. Al hombre la parecía que la dulzura de un monosílabo suele hacerlo atractivo pero también equívoco. Aun sabiéndolo no pudo resistirse a la tentación de complacerse en iniciar una conversación. Arriesgándose insistió. “Debe ser bonita la música que escuchas, vas tan concentrada…” La joven le miró con unos ojos claros que traslucían la humedad de una ausencia. “Sí, lo es”, contestó escuetamente. El hombre entendió el mensaje y buscó la manera de corregir. “Bien, disculpa, te dejo que sigas empapándote de ella”, y renunció de este modo a no inmiscuirse más. Entonces observó que la chica se frotaba las yemas de los dedos, como si desmenuzara partículas invisibles. ¿Trataba de aprehender el aire? La mujer se llevó las manos a la altura de las orejas y se quitó los cascos. “Mira, a ti también te gustará”, le dijo mientras se los acercaba al hombre. Él los tomó cuidadosamente y se dispuso a oír lo que emitían. Aún dijo ella: “¿A que no puedes evadirte de lo que sale de ahí dentro?” El hombre cerró los ojos, sintió en su rostro la humedad del viento y que sus labios ardían como si los recorriera una extraña oleada de sal. Por inercia sus dedos se buscaron entre sí, percibiendo el punto de fricción que había visto antes en la joven. Siguió frotándolos en un juego que le enmudecía y le apartaba del viaje, de la gente que le rodeaba y de su propio acompañamiento interior. “¿De qué océano se trata? Solo siento viento, espuma y arena por todas partes”, dijo a la chica en un acceso de vuelta al mundo de los vivos. Y ella: “Solo hay un océano, pero está por todas partes; lejos y cerca, alrededor y muy dentro de nosotros. Nos golpea y nos engulle. Nos mece y nos saca de quicio. Son sus movimientos los que nos vuelven vulnerables”. La chica vio que al hombre también se le mojaba la mirada. Le percibió tan náufrago que temió por su vida. 


lunes, 20 de mayo de 2013

el deán


(Fotografía de Ralph Gibson)


El deán Arcimboldo Pastrani fue interrogado por la pecadora uno de esos días de debilidad del clérigo. “Dime, Archi, ¿es verdad lo que dijo el Señor de que entraremos nosotras en su reino antes que los hacendados?”, le preguntó. Arcimboldo Pastrani, ilustre responsable de la catedral de la ciudad alta, entregado pletóricamente al fervor de la sangre incesante no quiso tomar en consideración su pregunta. Siguió jadeando frenético, removiendo agitadamente las carnes de su constitución obesa, olvidado de toda otra vocación y ministerio que no fuera entregarse en ese momento al logro de la mayor de las eucaristías. La del placer. Asunción se dejaba hacer, conocedora exhaustiva de los puntos débiles del hombre sacro. Aquel ofertorio del deán, empeñado en convertir en sacrificio el cuerpo de la puta, dejando de lado complejos de culpabilidad para los que él tenía en sus manos el poder carismático de exorcizar posteriormente, no había sino comenzado. ¿Cómo iba a interrumpir la ceremonia para la cual se había revestido con todos los atributos que la lascivia había ungido dentro de él? Ella insistió. “Lo dijo, en no sé qué sitio está, pero lo dijo. Y yo quiero saber si tendremos prioridad para entrar al cielo no solo por encima de los hacendados o los comerciantes ricos, sino también sobre los generales, los arzobispos y los policías chungos que suelen venir por aquí”. El respetable deán Pastrani, con la mirada en blanco y  voz entrecortada respondió: “Luego te digo, luego te explico”. Asunción simuló apaciguar su curiosidad y puso en su ficción mayor empeño. Algo que no pasó desapercibido al buen clérigo. Incluso musitó con melosidad en los oídos del cura ciertas palabras obscenas, lo que desató la espiral de pasión del hombre augurando el pronto desenlace. “Dime que llegaremos antes y que seremos perdonadas”, insistió Asunción. “Dime que seremos acogidas y estaremos a la diestra del que manda allá arriba. Asegúramelo o tú te apeas ahora mismo y te quedas en tu purgatorio”, le dijo con una energía que sobreexcitó al padre. Arcimboldo Pastrani se encontraba en un punto en que había perdido la noción del bien y del mal, consagrando aquel instante como una ascensión irreprimible al cielo prometido. La afanosa Asunción comprendió que su quehacer estaba a punto de finalizar pero a la vez trató de chantajearle y sacar de él una respuesta satisfactoria sobre el tema de catequesis que solicitaba. “¿Verdad que haya sido yo lo puta que haya sido seré perdonada en las mismas puertas del paraíso, padre mío?”, clamó con tal entidad que desgarró al clérigo. El deán se estremeció de pies a cabeza, hincó su masa sobre la delicada llanura de la mujer y agitó aquel cuerpo deforme en medio de brutales convulsiones. Inmediatamente exhaló con un coraje verbal incontenible: “Bendita mía, tú desplazarás a Dios”.


viernes, 17 de mayo de 2013

pesa el crepúsculo


(Fotografía de Anders Petersen)



Ha sentido un cansancio general en todo el cuerpo. Será una gripe ordinaria, se ha dicho a sí misma La Guajira, con un tono de excusa tópica. El recurso a lo comúnmente admitido suele justificar cualquier incidencia de la vida. Sirve como exorcismo, para dar margen a que el cuerpo se manifieste más allá o que el malestar se repliegue en retirada. Sudar y quedarte fría, tenía que ocurrir, sigue dándole vueltas. El desayuno le ha entrado de mala gana. Hubiera vuelto a la cama, pero debe trabajar. Ha ventilado la habitación, cargada de miasmas, propios y ajenos. Está harta de esta actividad. ¿Harta? No sabría qué hacer y a estas alturas tiene categoría. Todos se lo reconocen. Vienen a visitarla desde lugares apartados de la región. Distingue entre su clientela a tres o cuatro artistas por sus manos y aspecto desgarbado. A varios curas, a los que su actitud inicial, pusilánime y dubitativa, les delata. A unos pocos hacendados, a los que se ve llegar ya de lejos. Hay también un sector de hombres difíciles de ubicar. Tipos comunes, de esos que te puedes encontrar por la calle habitualmente, piensa La Guajira. Son los más extraños, los que te exigen discreción una y otra vez, como si fueras poco menos que una chivata, cuando ellos no son nadie. También los más cobardes. Tíos que fantasean en sus actitudes y a su vez las reprimen. Hay ocasiones en que rozan lo absurdo, pero ¿acaso no están repletas las conductas de los hombres de gestos incoherentes? 

Ha salido a la terraza y nota que la fragilidad de su cuerpo es zarandeada por una suerte de melancolía. El recuerdo de la otra tarde. Tal vez el crepúsculo fue una señal, medita; un aviso de que la belleza nos acompaña y que la perdemos si no la tomamos de frente. 

Asunción ha entrado de sopetón y la ha pillado expuesta al aire que empieza a soplar desde Levante. “¿Quieres ponerte mala del todo?”, la ha reprochado. Pero la mujer se ha desabotonado con parsimonia la camisa y expone los pechos a una furia invisible que empieza a hacerse notar. “Estás loca, Guajira, ganas tienes de acabar en el hospital”. Ella solo piensa en el crepúsculo que fue. En el hombre que no retuvo. En la decisión que le faltó.


miércoles, 8 de mayo de 2013

el idealista


(Fotografía de Anders Petersen)



“Los hombres amamos a las putas”, dijo el hombre con voz templada. “Sí, os amamos aunque vosotras penséis otra cosa”, insistió. La Guajira asintió calladamente. Ella estaba allí para escuchar lo que fuese. De ordinario no estaba acostumbrada a oír nada especial. Solo obscenidades torpes y jadeos atropellados. Y aguantar, a ser posible a la mayor brevedad, movimientos mecánicos de cuerpos pesados y sudorosos. Las reglas marcaban que cada una de ellas debía conceder amablemente y dejar lo más satisfecho posible al cliente. El hombre temió el silencio de La Guajira. “¿No quieres que hable?”, dijo. “Di lo que quieras; total todo va por el mismo precio”, respondió tajante la puta. Luego se arrepintió del tono empleado. En cierto modo le gustaba que apareciera por allí un hombre que hablase con ella. Si todo aquello era una ceremonia contractual, ¿por qué no hacerla más entretenida y menos rígida?, pensó. Cambió el punto. “¿Por qué nos amáis?”, dijo a lo tonto pretendiendo tender un puente a la conversación. Pero no le dejó hablar. “Me cuesta creerlo. La mayoría de los que vienen por aquí solo muestran exigencias y que seamos para ellos una máquina de fantasías. Tú no tienes ni idea de a qué vienen por aquí los hombres”, y volvió a darle la sensación de haber utilizado con aquel idealista un estilo brusco. Pero no podía evitarlo. Ella no estaba allí para ser amada sino para cubrir el cupo diario. “Además, no me has visto antes nunca. Anda, cumple y déjate de historias”. Pero el hombre no se movió. Se había apoyado sobre el codo en aquella cama que más bien era una masa informe y antigua. Chirriaban los muelles y el cuerpo se hundía con desagrado. De pronto recuperó la iniciativa. “¿No os dais cuenta? Los hombres vienen a vosotras necesitados. Aman en vosotras a la madre perdida, a la esposa inexistente, a la novia que no alcanzan. A lo que no poseen ya o a lo que tienen pero no son capaces de mantener. Ellos llegan cargados de amor.” La Guajira le miró perpleja y saltó. “Sí, claro, y al pisar el umbral de la casa cambian. Ahora dirás que nosotras somos las diosas que vosotros perseguís. A las que tenéis que rendir culto para a cambio ser purificados, ¿verdad?” A cada intervención de la mujer se sucedía un silencio. Y a cada silencio, el hombre se distanciaba del acto para el que había pagado. “Se te pasa el plazo”, dijo ella. “Cumple o te echarán”. El cliente se puso en pie. “¿Aún tengo tiempo?”, preguntó. Ella afirmó con un gesto. “Ven, salgamos a la terraza”, propuso el hombre. “Mira que eres raro. Como quieras”, replicó La Guajira. Salieron y era la hora del atardecer. “¿Te gusta la puesta de sol?”, preguntó el cliente a la puta. Entonces ella olvidó por un instante la casa, la habitación fea, la cama desvencijada. Borró la imagen de sí misma para la ocasión. Ignoró olores del cuarto cerrado, la presión de otros músculos que trataban de tomar posesión de su cuerpo, la humedad de la piel de los machos, la dispersión precipitada de su líquido.  El hombre puso su mano en el talle de la chica. “¿Cómo algo que pasa tan veloz puede ser tan intenso?”, dijo mirando el crepúsculo. Entonces ella entendió que aquel hombre amase a las putas. 

La Guajira no le volvió a ver más. Recordarlo siempre tuvo algo de lamento. Pero su presencia efímera la reconfortó.



domingo, 28 de abril de 2013

insondable naturaleza


(Fotografía de Herbert List)



Lo había olvidado. No sabía cómo había llegado a aquella situación pero se sentía desbordado por una amarga sensación de fracaso. Cuando se exponía a una circunstancia propicia no era capaz de corresponder. Llegó a no atreverse a salir de casa para no sentirse acomplejado. “Si evito el riesgo, evitaré el espanto”, se decía a sí mismo. No se trataba de algo meramente emocional, puesto que los ardores del deseo le acuciaban como de costumbre. Ni siquiera sentía mermada su capacidad eréctil o el interés y la atracción que otra mujer le proporcionaba en situaciones estimulantes. Era tan sencillo como humillante. El hombre se había olvidado de amar. Ignoraba cómo debía responder a los mensajes que otra persona le enviaba o de qué manera debía comportarse. ¿Cuándo dar el paso adecuado? ¿De qué manera tomar la iniciativa? ¿Qué hacer si era provocado y seducido? ¿Podré darme a la simpatía que me llegue desde otra naturaleza abierta? ¿Seré atendido si permanezco aparentemente pasivo y me dejo llevar? No obstante la atracción por otro cuerpo o sentirse cautivado por la personalidad de la mujer que se le aproximase, ¿cómo dirigir hacia ella la rica red del contacto que tantas veces había tendido con éxito? Eran preguntas frecuentes que se hacía en su recogimiento doméstico e incluso también en ese instante decisivo en que la casualidad activaba un encuentro directo. Pero que él no sabía responder. 

Consultó a antiguas amantes. Unas no le tomaron en serio y otras se limitaron a darle consejos de una frialdad escasamente correctora. No obstante, hubo algunas que se sintieron tentadas por la curiosidad y hasta hicieron de la situación un desafío cuando no se lo tomaron como una afrenta personal. “Mira, estoy dispuesta a olvidar a mi actual pareja por una noche con tal de echarte una mano”, le dijo una antigua amiga que siempre se había comportado con él muy maternal. “No estoy en mi mejor momento”, se justificó aquella dependienta que le había iniciado en muchos de los mejores saberes. “El último desamor me ha dejado sin fe en los hombres, pero no puedo permitir que termines en la catástrofe”. Sin embargo, y pese a la buena voluntad de aquellas mujeres que habían salvaguardado una pizca de fidelidad comprensiva con él, cuando acudían a su piso todo se limitaba a tomar café, a recordar viejos tiempos o, como en el caso de aquella amiga de la que estuvo enamorado con gran entusiasmo y a quien tanto le había gustado leer poesía a dúo con él, improvisar una recitación en tono meloso cuando no de arrullo, que tampoco dio resultado alguno. Si ellas ponían la mano sobre su piel o aproximaban el cuerpo al suyo, el hombre se quedaba mirándolas, abobado, poniendo caras de angustia que consecuentemente conducía de inmediato al disgusto y a la rendición de las mujeres. Ellas comprobaban que causaban efecto físico sobre las propiedades elementales del hombre, pero éste era incapaz de manifestarse y se batía de modo abstraído en retirada. 

El caso es que el hombre que había olvidado amar fue cada vez menos visto en los círculos de amistades. Dejó de acudir a los ambientes ordinarios, de asistir a conciertos, tras los que era frecuente que saliera alguna iniciativa amorosa, y sobre todo no volvió a pisar la librería de costumbre, donde las mujeres más intelectuales que se sentían atraídas por él le buscaban con disimulo. “A éstas es a las que menos debe exponerme. No soportaría que mi problema tuviera una lectura metafísica”, pensó con cierto sarcasmo nervioso. 

Fue aquella tarde otoñal cuando le pareció percibir una pizca de cambio en su vida. La nueva inquilina de planta le había solicitado si podría quedarse con el joven bulldog, pues tenía que hacer una visita familiar y no podía llevarlo consigo. “Volveré al anochecer. Pumby es muy dócil, no te dará problemas. Además, le gustan mucho que le hablen y sobre todo que no regateen caricias con él”. El hombre se sintió tomado por un acceso terapéutico. “No te preocupes”, dijo a la vecina. “Le trataré como a una reina”.





domingo, 21 de abril de 2013

amor propio

(Fotografía de Jorge Molder)



Veo a hurtadillas a mi padre hacerse el nudo de la corbata ante el espejo. Él no me ve a mí. 

Observo que sus dedos afilados y extraordinariamente huesudos no vacilan. No tiene el aplomo de antes, pero se defiende. De pronto ha dudado y se ha detenido tratando de dar con el nudo apropiado. “¿Estás ahí?”, dice. He demorado a propósito la respuesta y él, tenaz y hasta cierto punto orgulloso, se ha puesto de nuevo a intentar el nudo americano. Así lo llamaban, supongo que cosa de modas que llegaban desde otro continente del que se copiaba poco más que el estilo y la hechura de una chaqueta y un nudo de corbata. Lo de mi padre es amor propio. No solo una actitud de perseverancia, sino también su expresión favorita cuando yo era niño y no cumplía sus expectativas. “Hay que tener amor propio”, solía decirme con un tono severo. O bien esta otra variante: “Este chico no tiene amor propio”, dirigiéndose a otras personas, lo cual causaba en mí una vergüenza desalentadora. Me costaba entender el significado de aquella sentencia. ¿Se podía hablar de amor riñendo? ¿Qué extraña cosa era aquella de la que yo carecía? ¿De qué sacaba él que yo no me quería? 

A veces mi padre decía también: “No tienes interés, vas a ser un desastre”. Las palabras me confundían: interés, rédito, tanto por ciento. Aquel berenjenal de palabras que sonaban y se escribían igual y sin embargo podían expresar sentidos diferentes, cuando no opuestos. Siempre me entorpeció aquel modo que tenía de enseñarme las cosas con extremado rigor. Sus conclusiones las traducía en leyes. No digo que no careciera de razón. La vida duele tanto como enseña. Y él sabía bastante de padecimientos. Al verle ahora haciéndose un lío en su intento de elaborar el nudo, me asalta un ánimo vengativo. Casi estoy a punto de soltarle: “Compóntelas tú solo, tienes suficiente amor propio para lograrlo”. Pero ni incido en ese pensamiento insano ni mucho menos le replico. Hace muecas ante su imagen y compruebo que la piel caída, flotando entre el cuello de su camisa, traduce una marca de senectud irreparable. Mantiene con dificultad el equilibrio. Incluso asoma en él un gesto de desagrado y de impotencia. “¿Estás por ahí? No me sale el nudo, mira a ver si tú puedes”, vuelve a importunar con inflexión exigente. 

Todavía me golpea su carácter. Aún me produce rechazo su actitud ordenante. Miro su cuerpo flaco y cada vez más inconsistente. Contemplo una sombra que oscurece parte de su cuerpo. Intuyo una debilidad a la que no se rinde. De pronto me veo reflejado en él. Sé que acabaré haciendo el nudo de su corbata. Conviene que no se me olvide.


miércoles, 17 de abril de 2013

apagamiento


(Fotografía de Saul Leiter)


Acostados uno al lado del otro, no pueden moverse. No saben ellos mismos si considerarse circunstancia o límite. Obra el silencio como una existencia apagada. No se trata del reposo callado, ni de ese estado al cual el placer conduce de modo natural porque después de él todo se ha detenido. Se sienten insoportables el uno respecto al otro, pero no pueden moverse. La habitación cerrada les ahoga. Ha pasado bastante tiempo y sudan. Es el sudor del vacío. Una extraña sudoración no generada por actividad externa alguna. La fricción de una tirantez al borde.  Si se aproximaran de nuevo sus cuerpos patinarían. Él hace un intento y al alzar su mano para alcanzar la piel de la mujer parece que fuera a comenzar a dirigir a una orquesta invisible. Rendición. Su mano se paraliza en el aire y los dedos van recogiéndose lentamente, uno detrás de otro hasta desaparecer en el hueco de la palma. Ha ido cayendo la tarde y es ese instante en que la habitación regatea luz y va disolviendo presencias. Han sucumbido al tedio. Ella dice: “Ya no soy tu reposo”. Él no quiere responder con un desatino y calla. Entonces la mujer se gira y le da la espalda. Por instinto el hombre se mueve en la misma dirección. No hay nada más duro que contemplar por inercia la espalda en silencio de una mujer. Ver un cuerpo que se distancia por momentos, que desaparece a la vista, que se enfría. El hombre piensa: “¿Será esta la última vez?”. Los dos cuerpos saben que no solo el deseo les ha abandonado. Las dos compañías son absorbidas por una soledad que les desespera. Ella no percibe ya que aún tiene al hombre detrás. A él apenas le dice algo aquella espalda que antes tanto deseó. Desprovistos de un reconocimiento mutuo sería impropio entrar en recuerdos. Sonaría ofensivo pronunciar una palabra. Los mejores momentos vividos han quedado aplazados. Los dos pactan por reflejo el abandono. Ambos están desabrigados. Los dos están muertos.




lunes, 8 de abril de 2013

el testigo


(Fotografía de Henri Cartier-Bresson)



Una vez había leído en una novela que el miedo tenía mil rostros. El que le había tocado llevar a él, pegado a su piel, olía a tinta espesa y fresca y sonaba a la cadencia de un cilindro que giraba y giraba ruidosamente, engullendo hojas de papel vírgenes y vomitándolas conspirativas. En la soledad de aquella habitación alquilada se consideraba un virtuoso editor que imprimía para abrir las mentes ajenas. Virtuoso en el sentido de su honradez y consecuencia más que en la faceta de maestro de la técnica. Si en la primera acepción no tenía dudas y se alimentaba a sí mismo con una buena dosis de mística, en la segunda sus carencias eran grandes, pero no obstante las cubría con tesón e imaginación. Sus recursos eran escasos pero introducía siempre elementos gráficos dibujados para la circunstancia, diseñaba sus propios tipos de letra y procuraba que un modesto panfleto constituyera un periódico atractivo para los destinatarios. Ese mundo le absorbía y él ocupaba el espacio del riesgo con una entrega fuera de lo común, derivando desasosiegos, alimentándose de su propia obra. El enemigo acechaba siempre. Era consciente de la posibilidad de ser descubierto en cualquier momento, de arruinar su vida y la de su familia, de arrastrar en su infortunio a otros hombres que ceñían las mismas inquietudes que él. Vivía sus horas en guardia. Cuando salía a la calle se desplazaba con una tensión controlada que le llevaba a dar rodeos, simular vida ociosa y ocupar espacios públicos libres de sospecha. Sin ser un intelectual de la revuelta se permitía opinar y modificar los textos que recibía de los conspiradores. Los libelos que salían de sus manos surgían también de su alma. No solo de su pensamiento en construcción, sino de un empuje en que las palabras arriesgaban ser reconocidas y se crecían en una hipérbole sin fin. Ahí se cerraba el arco de la fe que él había aceptado. 

Al despertar una mañana se percató de que el amanecer no traía los ruidos acostumbrados ni los movimientos rutinarios del vecindario. Esa sensación repentina del vacío de la ciudad alrededor suyo le estremeció. Sentía el cuerpo pesado y que los líquidos que lo recorrían se secaban en su curso. Aguzó el oído al máximo antes de tomar una decisión. Indudablemente unos pasos cuidadosos pero abundantes tomaban la escalera. Se creyó perdido. Hiciera lo que hiciera no disponía ni de tiempo ni de modo de destruir el material. De pronto el revuelo tomó forma más estridente. Al fin sonó el timbre de la puerta. Dudó en abrir. Tragó saliva, respiró en profundidad, dirigió la vista al mimeógrafo y al papeleo impreso acumulado, a punto de inundar los tajos de la ciudad. “Os amo”, dijo en voz baja conteniendo la emoción. Abrió la puerta. Dos individuos con solapas altas le mostraron de mala manera una insignia. “Le necesitamos”, le dijeron. Él no pudo pronunciar palabra alguna. “Perdone si le hemos despertado, pero es necesario que venga con nosotros como testigo. Estamos efectuando un registro en un piso de arriba”. Los acompañó. Sintió un golpe de alegría interna con tal intensidad que le hizo quebrar. "Todavía dormido, ¿eh?", quiso ser gracioso uno de los esbirros. Luego solo habló una embriagante voz interior. Con tono de cuento moral le decía: “El azar te devuelve en forma de suerte el amor que has puesto en tus criaturas”. 



 Para Julio B., que comprenderá el relato, por los miedos compartidos.


miércoles, 3 de abril de 2013

la superviviente


(Fotografía de Willy Ronis)


“Siempre has tenido una belleza salvaje”, le pareció escuchar a sus espaldas. Pero detrás de ella no había nadie. Maya cruzó entonces la mirada con su retrato en la sombra. Se veía a sí misma, tal como era unos años antes, en aquel lienzo que, no obstante el abandono del estudio, apenas mantenía una ligera capa de polvo. Como si se le hubiera mantenido cuidado de modo continuo. No era un lienzo al uso, y pocos la hubieran reconocido en él. Ya en la época en que posó para Heinrich fue objeto de las primeras experimentaciones de éste, que rompían con las enseñanzas recibidas y le llevaban a madurar a contracorriente. “Vas a ser mi mejor tendencia”, le decía irónicamente su pintor. “Pero yo no soy solo tu tendencia, también soy tu propio acto, tu doble recreación”, le respondía Maya con mimos cómplices que obligaban a Heinrich a abandonar los pinceles. 

Fue una época alocada y pletórica. El país se hallaba convulso, pero como una respuesta, o acaso un acompañamiento, a la agitación social la expresión artística se desbordaba. Todo el mundo quería ir más allá de las academias, romper con las literaturas de costumbres, diseñar la nueva arquitectura sobre modelos imaginativos. Maya siempre pensó que haber estado junto a Heinrich había supuesto para él la compensación emocional que no hallaba en la convulsión de la vida externa. “¿Llegaremos a alguna parte, Maya?”, solía preguntar a la mujer los días más turbios. “El país no sé, pero nosotros seguro que sí”, respondía ella con aplomo, y añadía: “Y si tenemos que marcharnos nos vamos. Un pintor y su modelo pueden reiniciar el trabajo en cualquier parte”. Ni el país fue a mejor ni ellos pudieron hacer eterno su vínculo. Acaso hubieran persistido mal que bien, no obstante Heinrich transcurría por ciclos de desasosiego difíciles de llevar para ella. Pero aquel otro hombre llegado de manera pasajera desde el Este se cruzó con su ímpetu y sus palabras, alterando para siempre las vidas del pintor y la modelo. 

Maya contempla ahora el entorno de aquel espacioso estudio y recuerda con pesadumbre. Los cuadros terminados que no se han vendido jamás parecen apoyarse castigados en la pared. Hay algunas obras inconclusas, muchos bocetos, demasiadas imágenes dispersas. Maya siente perplejidad al ver su rostro y su torso en infinidad de apuntes y trabajos a medio realizar. Sacude la suciedad de una silla y se sienta. ¿Cómo hacerse cargo de todo aquel material que ha perdido el alma de los vivos? Fuma y envuelve en las volutas de humo su melancolía. Ella es ahora la superviviente.


martes, 26 de marzo de 2013

confidencias


(Fotografía de Jorge Molder)



"Debo perderme una vez más por los caminos", me dice cuando entro en su estudio. "Al fin y al cabo, ¿acaso no es sino lo que he hecho siempre? Mi mundo, lo que creía mi mundo, se vuelve contra mí. No me refiero al ambiente exterior, cada vez más ingrato. Ni a las personas que se me aproximaron alguna vez con afecto y se alejaron cuando yo no supe darles respuesta. Alejado de los maestros de mi propio pasado, huérfano de la protección de quienes me dieron la vida, marginado por propia voluntad de cuantas enseñanzas recibí en forma de entes que me incorporaban a mi pesar, aprovechándose de mi inconsciencia o bien llegado el momento con mi anuencia, podría decirse que solo me queda el bagaje de lo vivido". Le encuentro con la taza en la mano, la mirada congelada, sorbiendo el café, restos de espuma en su barba. Sigue pontificando como tiene por costumbre cuando se siente extremadamente alterado. "La gente acepta la cómoda fe. La que sea. Entes imaginarios de todos los mundos, hasta de los más irreales e imposibles, la seguridad tribal, el dinero, el estatus, el amor, los proyectos de futuro. Todo irrelevante y vano”. Cuando habla de este modo me siento en un rincón y le escucho, sin interferir. Sé que se siente acogido por mi presencia, aunque exhiba una dureza que no es sino reflejo de su materia interior. “Eso de los proyectos de futuro es lo más ridículo que venden los últimos epígonos del mercado. Conceptos abstractos que gustan dotarles de formas donde creen encontrar su unidad más íntima. Sin percibir que están en sus manos o, mejor dicho, que siempre son de ellos. Esa práctica debe darles seguridad. La seguridad se ofrece como garante de la orfandad del individuo, aunque siempre implica un coste. Yo nunca logré ratificarme en esa seguridad, ni siquiera cuando me amparaba bajo alguna de sus formas. Me confirmaba sin embargo en la disidencia. Un resquicio por donde escapar era un pequeño trozo del camino que me enseñaba algo de mí”. 

A medida que avanzaba en su soliloquio me he espantado. Sonaba con un elevado tono dramático, como si invocara algún tipo de ruptura que no hubiera deseado anteriormente. Pero no he podido parar la amargura de sus palabras. “Tal vez por eso me dediqué a pintar. No me exigía llegar a parte alguna, ni pensar en unos ciclos que otros mortales se empeñaban en ir asegurando a lo largo de su vida. Pintaba y yo mismo me abstraía de la vida a medida que acababa un lienzo. Pintaba y veía el mundo conforme es, no de acuerdo a como quiere la gente que sea. Eso no me ha dado riqueza ni he sido acogido por los círculos ilustres, a los que maldigo. Porque ellos no quieren encontrar la belleza donde late, ni comprender la inteligencia espontánea de las formas, ni reconocer el carácter caótico que una composición retiene entre sus colores. Los pintores académicos y su corte de rebozados mercachifles solo buscan la transacción. Yo no he querido vender jamás mis obras al precio de un negocio vulgar, por mucho dinero que me ofrecieran, pero donde no existía un interés real por mi trabajo ni por las ideas que yo avanzaba en mis cuadros”. Me he acercado hasta él. Le he cogido su mano tibia: “¿Preparo más café?”. Pero no me ha oído, se ha puesto en pie, ha frotado su camisa donde unos lamparones aún húmedos amenazan con extenderse. “Eso que otros llaman edad yo lo llamo equipaje. Andar el camino ligero de equipaje es una idea que cuesta entender. Tiene resonancias antiguas y lejanas. Tomar lo experimentado como último recurso para sentirme atraído por la mera supervivencia es un desafío. Sublimar mi trabajo no me es suficiente. No son tiempos que nos den respuestas. Y no puedo seguir la ceguera de los hombres. Debo perderme una vez más para preguntarme si mereció la pena todo este recorrido”. Se echa una bufanda por el cuello, tantea los botones del chaquetón. Al pisar la calle ha sentido un escalofrío. No me cabe duda de que volverá tarde y ebrio.

Le esperé en vano. De par de mañana tomé el tren para Bohemia. No le volví a ver vivo.