...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

miércoles, 24 de julio de 2013

el viejo desconcertado


(Fotografía de Man Ray)


Con aquellas lecturas las luces de los días largos se proyectaban. Y en el otro extremo, las sombras que se precipitaban durante las jornadas cortas compensaban la tristeza inherente a ellas. Así transcurrían los ciclos del año, sin que el viejo Enériz cediera a los achaques y mucho menos al desánimo. Gaspar Enériz solo vivía para los tiempos intensos que le eran ofrecidos con gratitud y destreza. Se nutría de ellos, manteniendo una fortaleza que no daba signos de quebrar definitivamente. Liberado de la dedicación a sus negocios, tras haber delegado en sus administradores, Enériz acostumbraba a decir que vivía una etapa más. Nunca se refería a la última etapa ni sacaba a relucir el término el final de sus días. Con cierta soberbia contenida combatía sus fantasmas y a la vez ponía límites al ansia de sus familiares. La lectora había llegado en el momento oportuno y muchas veces se preguntaba el hombre si no debería haber tomado unos años atrás aquella decisión de contratar a la mujer. “Todo llega en su momento. No vale hacer ficción sobre lo que no ha sido de otra manera, probablemente porque no ha podido ser, ni es útil ni juicioso conspirar contra el pasado”, decía misteriosamente en sus confidencias a la lectora. Consideraba que era un don su lento declive por la pendiente de la vida y se entregaba al reclamo de la lectura que había sido objetivo de toda su existencia. 

Cada día Enériz escuchaba sereno y entusiasmado la equilibrada dicción que emitía la garganta de Asia. Buscaba encajar el movimiento de sus labios con la gesticulación de unas facciones juveniles, dejándose arrastrar por la resonancia y la cadencia de la voz. Lo que al principio fue solo la audición de una sinfonía de voces se transformó en una discreta observación de la muchacha. A veces se abstraía de la escucha y perdía la atención del texto con sumo disimulo y cautela. Recorría con mirada aguda el contorno del rostro de Asia, se detenía en cada palmo de sus rasgos, aspiraba el olor de su proximidad, contemplaba la expresiva oscilación de sus manos y la ágil regularidad del lenguaje de sus dedos. 

Era entonces cuando temía que el hombre que llevaba dentro, y que no claudicaba, le obligara a dirigir su mirada más allá. Se sintió confuso. Entonces respingó en su sillón, adoptando la pose de sentirse especialmente atraído por lo que le leían. Asia intuyó el desconcierto del hombre e hizo una pausa. Estiró suavemente su cuerpo, dejando caer hacia atrás la exuberancia de sus cabellos. El viejo Enériz se sintió aturdido, pero no supo callar. En la fluidez conseguida por lecturas pasadas y presentes declamó: “Asia, eres la mensajera de mis días eternos. No me lleves más lejos de las historias que lees, pues hace tiempo que dejé de galopar y apenas distinguiría el terreno por el que podría conducirme la cabalgadura”. La mujer acarició el lomo del libro y miró al viejo con dulzura: “Señor, no todas las historias han sido narradas, aunque se parezcan. Si bien se vienen contando desde el principio de los tiempos, cualquier historia no vale sino cuando uno mismo la vive y, sobre todo, cuando la disfruta. Mientras esto no llega, el galope sigue pendiente y la cabalgadura permanece a la espera, dispuesta.” El viejo Enériz sintió que en su interior dos fuerzas opuestas tiraban de él. Percibió tal alegría que sus ojos se humedecieron. Asia le sonrió: “¿Sigo leyendo?”.


jueves, 18 de julio de 2013

lecturas pendientes


(Fotografía de Herbert List)



La lectora de la finca Enériz tenía el cabello bruno y rizado. Ya fuera debido a esta tonalidad o por la función que cumplía, o bien a causa de ambas características, los malévolos del lugar comenzaron a llamarla Sherezade. Espoleados por los antes inquietos y ahora desilusionados sobrinos comenzaron a correr dichos y fantasías que, lejos de enervar al propietario, le estimulaban en su anhelo de lector enfebrecido. Apenas notaba cambio en esta condición renovada ahora por la vía intermediaria llamada Asia. “Berrean, luego creamos vida”, solía decir literariamente, ignorando las perfidias y buscando complacerse. No sentía los años como herida sino como campo que podía aún recibir los frutos dadivosos que se le brindaban. La lectora se recogía en un cuerpo pequeño y delgado, pero armonioso, que hacía crecer con sus ademanes reposados. Disponía de unos ojos de mirada acariciadora y la boca la tenía puesta con el justo equilibrio que le permitía emitir cualquier clase de entonaciones. A Enériz todas las horas del día le parecían escasas para la lectura que necesitaba que le llegase. No obstante, estipuló con la mujer unas horas donde ambos fueran más receptivos. Él para escuchar y ella para narrar relajadamente lo que tantos autores habían escrito. Asia no conocía la mayor parte de los libros que Gaspar Enériz ponía entre sus manos. Pero la facilidad conque la lectora situaba el argumento, la inflexión utilizada para distinguir no solo personajes o momentos, sino la misma conducción del hilo por parte de un narrador invisible, y la atmósfera de sus pronunciaciones y paradas, embargaban a Enériz. Éste cerraba los ojos, extendía los brazos sobre los apoyos del sillón y se dejaba embriagar por las voces múltiples que percibía desde el fondo de historias mejor leídas a como él jamás lo había hecho. Cuando acababa un capítulo largo, Asia se detenía y se quedaba callada. El oyente permanecía inmóvil y abandonado, y si tal estado duraba un tiempo que rebasaba lo prudente la mujer se dirigía a él con delicadeza. “¿Sigue todavía en el capítulo que acabo de leer, Gaspar?” Y él contestaba lento y espeso, como quien no desea salir del sueño: “Sigo dentro. A mi edad ya no tengo urgencia por saber lo que un argumento nos depara en el capítulo siguiente. En cada capítulo termina algo de la vida de todo el relato y quiero sujetarlo. Como mis días.” Entonces, abría despacio sus ojos y se encontraba con los de Asia. Ninguno de los dos desviaba la mirada ni hablaba. Ninguno apremiaba al otro con un quehacer o una solicitud expresa. Ninguno pedía al que tenía enfrente sino un tiempo de serenidad que contenía probablemente alguna lectura pendiente que aún no habían acometido.


martes, 9 de julio de 2013

la penúltima voluntad


(Fotografía de Fred Plaut)


Gaspar Enériz, bodeguero de toda la vida y, no obstante, ávido lector, lo dejó dicho. Que cuando lo entregaran a la tierra metieran con él en el ataúd sus libros elegidos. Para que nadie dudase ni sufriera el golpe del olvido, dejó estipulada una cláusula ante notario por la que se anticipaba al testamento propiamente dicho, condicionando de tal modo el cumplimiento de éste a su pequeño capricho. Así sus sobrinos no dejarían sin llevar a cabo su voluntad, que de última tenía muy poco puesto que se trataba de una idea que fue rumiando a lo largo de sus interminables años. 

A medida que caía década tras década de su saludable vejez todavía leía más. Se había pasado gran parte de su existencia sin apenas salir del lugar y, si bien había conocido infinidad de viajeros y transeúntes que le habían aportado informaciones y conocimientos, procuraba cumplimentar su limitada experiencia succionando aquello más exquisito que hallaba en los relatos. Es cierto que no leía cualquier libro. En principio había descartado aquellas impresiones con letra dificultosa para su vista cansada y las ediciones que amarilleaban y despedían un tufo desagradable a su delicado olfato. El vino no había corrompido nunca su capacidad sensitiva de la misma manera que los años no le desviaban de su voracidad lectora. Pero en cuanto a su interés por los géneros y temas literarios, no hacía ascos a ninguno. Nadie sabía con precisión qué títulos y qué cantidad de libros había dispuesto para que le acompañasen en el viaje que suele llamarse eterno. Incluso se reía de este término, no tanto por el uso y abuso que la religión había hecho de él, como porque la angustia de la temporalidad no le recababa mayor interés. Vivía como si no fuera a morirse jamás. Leía como si nunca fuera a llegar a más anciano. Disfrutaba como si hubiera entrado en una segunda vida dentro de la única de que disponía. 

Sus familiares veían por cualquier parte novelas de autores de todo idioma, géneros y estilos, lo cual les confundía. Por algún lado habrá una lista, si se muere mañana, comentaban entre ellos. O tal vez obre ya en poder del notario, se consolaban. El temor a que no supieran qué libros tendrían que enterrar con su cuerpo les ponía nerviosos. Si no sabían de qué libros se trataba no podrían cumplir el requisito. Y si no se ejecutaba tal condición peligraba la herencia. Los sobrinos menos afectuosos propusieron tener preparada una lista cualquiera; el muerto no iba a quejarse. Los más honestos  -o acaso se tratase de los más supersticiosos por si no se cumplía con rigor la encomienda-  pedían hacer las cosas bien. 

Fue en ese momento álgido de las cuitas de sus sobrinos cuando Gaspar Enériz se levantó un día comentando alarmado que le costaba trabajo leer. No era ceguera, pero la dificultad de concentración le sobresaltó. Tres días estuvo a prueba de sí mismo, en que no mejoró y la lectura se vino abajo. Al cuarto día reunió a los sobrinos con urgencia. Los que vivían fuera de la ciudad corrieron a estar a su lado y los que habitaban en su proximidad apenas le abandonaban. Todos interpretaron con espanto que se encontraba en las últimas. 

Una vez concentrados, manifiestamente tensos, en aquella biblioteca más extraordinariamente caótica, pero repleta de volúmenes, que se haya visto nunca en una casa particular, Gaspar Enériz apareció altivo y notablemente mejorado. Junto a él una muchacha joven a quien nadie conocía. “Esta mujer se llama Asia”, dijo con un tono apacible. “A partir de ahora será mi lectora particular y vivirá en esta casa. Declama con la misma entonación con que yo he leído hasta ahora y transmite las mismas sensaciones que he percibido de las narraciones fabulosas que me han subyugado”. En medio de la sorpresa general, el más pequeño de los Enériz se atrevió a preguntar: “¿Y la lista, tío? Mire que queremos cumplir su recado de la manera más eficaz y satisfactoria para su memoria”. Gaspar Enériz sonrió ante la retórica del joven. Luego ensanchó los pómulos sonrosados que ahuyentaban por su propia vivacidad cualquier desgracia inminente y dijo: “¿La lista? Ah, sí. Tendré que rehacerla. Hay algunos títulos que no tenía previstos, como muchas cosas que acontecen inesperadamente en la vida”.


lunes, 1 de julio de 2013

cómplices


(Fotografía de Manuel Álvarez Bravo)



Asunción y la Guajira apagan el día al frescor de la pérgola. “Dime, ¿a ti te gusta el cuerpo del deán?”, pregunta la Guajira a su colega. “Mira, mona, yo lo encuentro muy troncocónico por arriba y demasiado estrecho por abajo”, contesta la otra. Ambas ríen con exageración. “¿Quieres decir lo que creo que estoy pensando?”, insiste la Guajira. “Lo tuyo es pensar y dar vueltas a las entretelas de los hacendados, pero en materia de carne de clérigo estás inexperta e insípida”, responde Asunción. Vuelven a reír estrepitosas como si buscasen el desahogo al anochecer mientras arden todavía las piedras. “Se le ve a la legua que no tiene superado el gustito por los monaguillos y menos por los novicios”, aclara. La Guajira está tan intrigada que no cede, acaso no tanto por la información que le puede proporcionar la otra como por las ganas de divertirse a costa del ausente mencionado. “Pero ¿por qué reclamarte de manera tan obsesiva cada semana si nosotras no somos lo suyo?”. Asunción echa unos dedos de mezcal en el vaso de su compañera: “No me cabe duda de que es la búsqueda afanosa de la santidad, previo pago del arrepentimiento”, dice con un matiz que no parece ya ironía. “Condenado como se siente por no saber mantener su castidad, el buen deán precisa tener un gesto de orden ante su Supremo Juzgador para el momento decisivo. Ya sabes, Dios es siempre un hombre, y que el Señor me perdone, pero toda la vida los hombres le han hecho un hombre. Es probable que no le guste que sus ministros sean pecaminosos, pero puede hacer la vista gorda si muestran una cierta contrición. De lo que estoy segura es que no le parece bien que los hombres se líen entre sí. Entonces, venir a putas sería un acto de pecado, sí, pero de pecado menor, perdonable. Se ajustaría al orden del Señor, porque ya te he dicho que Dios es siempre un hombre”. La Guajira se ha metido de un trago el veneno áureo del agave y casi se colapsa. Duda si la entiende del todo: “Vamos a ver, Asunción. ¿A ti te da tanto placer ese cura, que tal parece que te has emperrado con él?”. Asunción se relame los labios, siente el trago como una cuchilla en el gaznate, carraspea. “Ay, chamaca, a mí me paga, y bien. Condición imprescindible. Lo demás es condescendencia. Ya sé que tú eres más peligrosa y te gusta enamorarte de los clientes, aunque sea durante el tiempo que dura la cita. Supongo que cada una tenemos nuestros métodos, ¿no? Ah, pero sí, sería falsa si te dijera que no me sale mi agrado cuando le procuro esa clase de placer secreto que él reclama”.

Se han cogido por la cintura y han fusionado la risa. Balancean las piernas sobre el pretil de la terraza. Asunción ha besado el cuello esbelto de la Guajira. “Qué bueno que Dios sea hombre y no nos estorbe”, la dice bajito y mimosa.