(Fotografía de Man Ray)
Con aquellas lecturas las luces de los días largos se proyectaban. Y en el otro extremo, las sombras que se precipitaban durante las jornadas cortas compensaban la tristeza inherente a ellas. Así transcurrían los ciclos del año, sin que el viejo Enériz cediera a los achaques y mucho menos al desánimo. Gaspar Enériz solo vivía para los tiempos intensos que le eran ofrecidos con gratitud y destreza. Se nutría de ellos, manteniendo una fortaleza que no daba signos de quebrar definitivamente. Liberado de la dedicación a sus negocios, tras haber delegado en sus administradores, Enériz acostumbraba a decir que vivía una etapa más. Nunca se refería a la última etapa ni sacaba a relucir el término el final de sus días. Con cierta soberbia contenida combatía sus fantasmas y a la vez ponía límites al ansia de sus familiares. La lectora había llegado en el momento oportuno y muchas veces se preguntaba el hombre si no debería haber tomado unos años atrás aquella decisión de contratar a la mujer. “Todo llega en su momento. No vale hacer ficción sobre lo que no ha sido de otra manera, probablemente porque no ha podido ser, ni es útil ni juicioso conspirar contra el pasado”, decía misteriosamente en sus confidencias a la lectora. Consideraba que era un don su lento declive por la pendiente de la vida y se entregaba al reclamo de la lectura que había sido objetivo de toda su existencia.
Cada día Enériz escuchaba sereno y entusiasmado la equilibrada dicción que emitía la garganta de Asia. Buscaba encajar el movimiento de sus labios con la gesticulación de unas facciones juveniles, dejándose arrastrar por la resonancia y la cadencia de la voz. Lo que al principio fue solo la audición de una sinfonía de voces se transformó en una discreta observación de la muchacha. A veces se abstraía de la escucha y perdía la atención del texto con sumo disimulo y cautela. Recorría con mirada aguda el contorno del rostro de Asia, se detenía en cada palmo de sus rasgos, aspiraba el olor de su proximidad, contemplaba la expresiva oscilación de sus manos y la ágil regularidad del lenguaje de sus dedos.
Era entonces cuando temía que el hombre que llevaba dentro, y que no claudicaba, le obligara a dirigir su mirada más allá. Se sintió confuso. Entonces respingó en su sillón, adoptando la pose de sentirse especialmente atraído por lo que le leían. Asia intuyó el desconcierto del hombre e hizo una pausa. Estiró suavemente su cuerpo, dejando caer hacia atrás la exuberancia de sus cabellos. El viejo Enériz se sintió aturdido, pero no supo callar. En la fluidez conseguida por lecturas pasadas y presentes declamó: “Asia, eres la mensajera de mis días eternos. No me lleves más lejos de las historias que lees, pues hace tiempo que dejé de galopar y apenas distinguiría el terreno por el que podría conducirme la cabalgadura”. La mujer acarició el lomo del libro y miró al viejo con dulzura: “Señor, no todas las historias han sido narradas, aunque se parezcan. Si bien se vienen contando desde el principio de los tiempos, cualquier historia no vale sino cuando uno mismo la vive y, sobre todo, cuando la disfruta. Mientras esto no llega, el galope sigue pendiente y la cabalgadura permanece a la espera, dispuesta.” El viejo Enériz sintió que en su interior dos fuerzas opuestas tiraban de él. Percibió tal alegría que sus ojos se humedecieron. Asia le sonrió: “¿Sigo leyendo?”.