...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

martes, 28 de enero de 2014

perplejidad


(Fotografía de Agustín Víctor Casasola)




No sé qué día de la semana es pero hace frío y me siento desamparado. Todos esos hombres ahí enfrente. Y todos estos otros en hilera conmigo. Qué diferencia de filas. Armados contra desarmados. Aunque bien puede ser que en lo más profundo de todos, de unos y de otros, sea al revés: que ellos sean los frágiles y nosotros los invencibles. Dos oficiales que van con los de enfrente están discutiendo sobre en qué posición deberíamos colocarnos. De momento tenemos a la espalda el lienzo de ladrillo de la antigua fábrica de cerámica, hoy en desuso. Todos tiritamos, los de esta parte y los de la otra, todos por el frío y algunos por el miedo más devastador. Ellos se recuperarán y nosotros no. Decir que acaso nosotros también tienta pero es un contrasentido. Nosotros solo pagamos el precio de un viaje sin retorno. Por lo demás, el silencio y ciertos quejidos menudos es la norma que impera en esta mañana hosca. El hombre que tengo cerca me informa desde su miedo. “Con un poco de suerte nos colocarán de espaldas a ellos, así que no veremos cómo lo hacen. Claro que también podrían dejarnos como estamos ahora, y hasta vendarnos e incluso dejarnos atados. Si me dan a elegir, yo prefiero mirarlos. Ver la cara del que te asesina es la última perplejidad que se nos ofrece. Más cruel todavía porque no podremos ya contarlo a nadie.” Mi compañero más próximo parece ilustrado. No entiendo cómo tiene ganas de hablar, debe ser una necesidad como otra cualquiera, como la de aquel hombre del extremo que está sollozando. Yo sé por qué los hombres que están conmigo han llegado hasta esta situación extrema. Pero no entiendo por qué me ha tocado a mí. Ellos tienen ideas revolucionarias o simplemente la cultura les estalla en el pecho y quieren ir más lejos, hacerla llegar. Algunos serán meros discrepantes o gentes que alguna vez han prestado atención a quienes les han hablado de que las cosas no podían seguir tal como estaban. Jugadas que han salido mal. Por lo tanto podría decirse que todos ellos se lo han buscado. Cuando se llega a donde se ha llegado cabe esperar el peor trato. Nadie se acuerda ya de hablar por las buenas y de echarse una mano. Aquello de expresar cada uno lo que cree o lo que piensa estuvo bien en el pasado y funcionó. Parecía que siempre iba a ser así, que no se iba a volver a los peores tiempos. Todo el mundo se toleraba, se excitaba en las palestras públicas y se promovían protestas, pero al final todos tomaban vinos juntos y compartían mesa. Algo debió agriarse para que hoy estemos aquí, en dos bandos, en dos destinos. Yo sé que no he hecho nada, y estaría de más que ahora gritase que no he tenido que ver con ningún motín ni conciliábulo ni increpación. Ya es tarde. He sido un hombre común y moderado, incluso discreto. Algo debió haberse complicado para sentir ahora mismo en la espalda el frío de la obsoleta cerámica. Una confusión, una envidia, un recelo. ¿Cuándo alzó alguien una sospecha sobre mi persona? Trato de repasar qué he podido hacer mal para otros, para los que han desatado este despliegue de fuerza bruta. Algún día dirán mis nietos: lo ejecutaron porque no se quejó. Pero yo sé que si ahora me quejo mis guardianes encontrarán la justificación definitiva para librarse de mí. Admiro a esta gente que va a llevar el mismo fin que yo. Ellos al menos saben por qué van a ser liquidados. Cabía en el cálculo de posibilidades de la vida que han llevado, aunque algunos no esperaran este cambio de rumbo tan desdichado. Pero lo mío está carente de emoción, de valor. No hay nada peor que morir sin sentido. Y ahora me doy cuenta si no será la vuelta de la vida que se nos ofrece a los que vivimos de idéntica manera. Sin procurar mayor interés, sin inferir una defensa, sin recabar la hermandad con otros hombres. 

“¿Por qué a ti no te quieren?”, me pregunta el hombre de al lado que debe haber descubierto mi estupefacción. Podría haberle contado todo lo que ha pasado por mi cabeza, pero sería ridículo. Prefiero ser lapidario: “Esta gente no nos quiere a nadie.” Sentí in extremis que me unía al coro épico. Un absurdo y justificativo canto más de los que no tendrán ya voz para hacerse valer.