...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

miércoles, 20 de agosto de 2014

un asesino




La víspera había sido calurosa, pero aquél día más. Sudaba la tierra, quemaba el polvo, picaban como nunca las espinas agudas de los cactus, los alacranes llegaron a meterse bajo las puertas. Mucha debió ser la tensión desde que unas horas antes dejara caer su brazo oneroso sobre la víctima. Mucha la ansiedad por saber si su acción habría dado fruto. Los guardias le preguntaron, le atosigaron, le conminaron a que no les diese más trabajo que lo imprescindible. Prácticamente le habían pillado in fraganti en la casa, no venía al caso negar ni posponer la revelación de informaciones ocultas. Él fue claro en su estrategia, también firme. Con su camisa todavía salpicada de sangre mantuvo el tipo. Díganos, Mornard, cómo lo hizo, escuchó una y otra vez. Explíquenos por qué, sobre todo el porqué. Los policías estaban perplejos. La víctima, tan protegida, había sido alcanzada y nadie del entorno comprendía que el crimen pudiera haber sido tan fácil. El que quiere matar, mata, dijo altanero el comisario que tomó la investigación sobre el lugar. El hombre que había descargado el piolet estaba curtido. Venía de otra guerra, o váyase a saber de cuantas guerras. Usted ha acabado su viaje aquí, le espera la cárcel de por vida, eso tuvo que oír de un comisario, de un oficial, de un delegado del gobierno.Ni una brizna se movía aquella jornada en Coyoacán, nada se había movido aquellos días en la ciudad salvo su mano. En un gesto certero, como si hubiera golpeado toda su vida -¿cuántos has matado antes?, le preguntaron- había destruido décadas de historia. Como si la historia se pudiera abolir con un crimen. Él, en su celda, en medio de los interrogatorios, pensaba que sí. Que hay dos historias, o más. Que había contribuido a que la historia venidera no fuera la misma. Nadie sabía con exactitud quien era. Ni él mismo, parapetado tras otras máscaras, estaba seguro. La chica Angeloff lloraba en otro cuarto. No estaba retenida, pero una novia tiene que saber mucho, decían los guardias. Y a él: no tiene nada que perder, le insistieron, hable. Todo era personal, la víctima no le caía bien, habían tenido desencuentros. Los funcionarios no entendían qué motivo de discrepancia podía haberle conducido al detenido a cometer la agresión. Tampoco la amistad entre los hombres venía desde hacía tanto tiempo. Mornard ocultaba su caché de combatiente de otras causas. Los rostros de la muerte suelen tener rostros de hombre. Y en aquel hombre, ¿qué había? ¿Una enemistad, un pronto miserable, una intención aviesa que buscaba objetivos más dirigidos? Al fin y al cabo la víctima no era un hombre cualquiera. Es un hombre, pero es un personaje público, dijo el delegado González, nervioso por averiguar las razones que le impulsaban al hombre de rostro oculto. Lo del piolet fue para no meter ruido, ¿eh, cuate? Mornard dijo que sí y agachó la cabeza. Entonces pensó en una idea y en lo más recóndito de su mente formó la frase: a una roca dura hay que golpearla con un objeto duro. Lo soltó. Con aquella descripción, que nadie acertó a captar y que no pasó a la posteridad, el criminal creyó santificar su propia acción. Había perdido una guerra, pero le quedaban otras, pensó para calmar cierta desazón por la conciencia de su suerte. Aquel día aciago el hombre se vino abajo ante los investigadores. Tan pronto como le dijeron que su víctima había fallecido firmó su autoría definitivamente. Sintió regocijo dentro de sí. Había contribuido a una batalla más, que esperaba haber ganado. Lo que no podía él saber que de aquella acción se iban a beneficiar los monstruos, no él. Pero quién sabe. Él era un aventurero. Los aventureros tienen muchos rostros, se dice, y nunca se sabe bien -ni ellos lo saben- qué les conviene. Se adaptan como los cactus. Su medio son las inclemencias de la vida.