(Grabado de Piranesi)
El arqueólogo ha sido enviado a la remota aldea por las autoridades de la provincia para hallar los tesoros ocultos. Los aldeanos permanecen expectantes y quien más o quien menos imagina un descubrimiento que les saque de su ninguneo. Aunque los más viejos rescatan vagamente anécdotas que les contaban sus ancestros nadie sabe con precisión qué hay debajo de aquel pueblo humilde. Tampoco la ciencia ha podido establecer antes una relación de detalle sobre la ciudad mítica que se supone y los datos son extremadamente escasos como para echar las campanas al vuelo. El arqueólogo es un hombre enjuto, miope y reservado. Nadie se atreve a hacerle preguntas y se limitan a observarle a distancia. Ha salido de par de mañana de la modesta pensión, de la que es el único huésped, y se ha dirigido a las afueras. Apenas se ha saludado con dos pastores y un joven que va a trabajar a unos campos no lejanos. El arqueólogo ha dejado atrás las casas de adobe y se ha adentrado por los vericuetos de las bodegas derrumbadas. Luego penetra a duras penas por una fisura del terreno, fiándose de su olfato. A partir de ese momento no se le vuelve a ver por el pueblo. Pasan las horas y no se presenta a comer. Al caer la noche los vecinos comentan extrañados y temen que haya tenido un percance. Los menos alarmistas sugieren que probablemente le hayan reclamado con urgencia de la capital. Incluso hay quien cree haberle visto en el cruce de carreteras esperando el autobús. Al día siguiente la patrona de la fonda prepara el desayuno por si el arqueólogo aparece de improviso. Transcurre la jornada y se sucede otra más sin noticias. Los vecinos, acostumbrados durante décadas a que nadie se acuerde de ellos, comienzan a olvidar al arqueólogo. Algunos se preguntan si lo han soñado. Podrían telegrafiar a la autoridad competente, pero temen recibir una mala contestación. Unos días después nadie menciona el paso fugaz de aquel hombre que debería haber dado con los tesoros ocultos. Estos pasan entonces a formar parte del imaginario particular como si realmente hubieran sido vistos. No falta quien asegura que unas piezas excepcionales, salidas de no se sabe dónde, han sido adquiridas por cierto anticuario de mala fama. La aldea vuelve a sumirse en la modorra secular. Solo el chico esquizoide a quien nadie hace caso, que ni va a la escuela ni le aceptan en las tareas ordinarias, se empeña en que oye golpes de piqueta bajo el mal conservado empedrado de las calles. Cuando, para reírse de él, le preguntan si además de oír también ve, él responde que no, pero que escucha perfectamente voces. Proclama ufano que hay otro pueblo con vida allá abajo, donde fluye el dinero y la diversión. Entonces le dicen con desaire que vaya él a buscar ese pueblo rico y que se quede allí para siempre. El chico se lo piensa, pero se queda callado, reconcentrado en sus fantasías. Por la noche los vecinos, perplejos, creen escuchar bajo sus pies el trasiego y los murmullos de una ciudad despierta. Por temor a que los tomen por locos se conjuran para no decir nada a nadie. Mientras esperan mejores tiempos y cada cual imagina que la ciudad sepultada va a sacarles de la miseria, la vida se les va como otro mal sueño.