...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

sábado, 18 de octubre de 2014

el arqueólogo


(Grabado de Piranesi)




El arqueólogo ha sido enviado a la remota aldea por las autoridades de la provincia para hallar los tesoros ocultos. Los aldeanos permanecen expectantes y quien más o quien menos imagina un descubrimiento que les saque de su ninguneo. Aunque los más viejos rescatan vagamente anécdotas que les contaban sus ancestros nadie sabe con precisión qué hay debajo de aquel pueblo humilde. Tampoco la ciencia ha podido establecer antes una relación de detalle sobre la ciudad mítica que se supone y los datos son extremadamente escasos como para echar las campanas al vuelo. El arqueólogo es un hombre enjuto, miope y reservado. Nadie se atreve a hacerle preguntas y se limitan a observarle a distancia. Ha salido de par de mañana de la modesta pensión, de la que es el único huésped, y se ha dirigido a las afueras. Apenas se ha saludado con dos pastores y un joven que va a trabajar a unos campos no lejanos. El arqueólogo ha dejado atrás las casas de adobe y se ha adentrado por los vericuetos de las bodegas derrumbadas. Luego penetra a duras penas por una fisura del terreno, fiándose de su olfato. A partir de ese momento no se le vuelve a ver por el pueblo. Pasan las horas y no se presenta a comer. Al caer la noche los vecinos comentan extrañados y temen que haya tenido un percance. Los menos alarmistas sugieren que probablemente le hayan reclamado con urgencia de la capital. Incluso hay quien cree haberle visto en el cruce de carreteras esperando el autobús. Al día siguiente la patrona de la fonda prepara el desayuno por si el arqueólogo aparece de improviso. Transcurre la jornada y se sucede otra más sin noticias. Los vecinos, acostumbrados durante décadas a que nadie se acuerde de ellos, comienzan a olvidar al arqueólogo. Algunos se preguntan si lo han soñado. Podrían telegrafiar a la autoridad competente, pero temen recibir una mala contestación. Unos días después nadie menciona el paso fugaz de aquel hombre que debería haber dado con los tesoros ocultos. Estos pasan entonces a formar parte del imaginario particular como si realmente hubieran sido vistos. No falta quien asegura que unas piezas excepcionales, salidas de no se sabe dónde, han sido adquiridas por cierto anticuario de mala fama. La aldea vuelve a sumirse en la modorra secular. Solo el chico esquizoide a quien nadie hace caso, que ni va a la escuela ni le aceptan en las tareas ordinarias, se empeña en que oye golpes de piqueta bajo el mal conservado empedrado de las calles. Cuando, para reírse de él, le preguntan si además de oír también ve, él responde que no, pero que escucha perfectamente voces. Proclama ufano que hay otro pueblo con vida allá abajo, donde fluye el dinero y la diversión. Entonces le dicen con desaire que vaya él a buscar ese pueblo rico y que se quede allí para siempre. El chico se lo piensa, pero se queda callado, reconcentrado en sus fantasías. Por la noche los vecinos, perplejos, creen escuchar bajo sus pies el trasiego y los murmullos de una ciudad despierta. Por temor a que los tomen por locos se conjuran para no decir nada a nadie. Mientras esperan mejores tiempos y cada cual imagina que la ciudad sepultada va a sacarles de la miseria, la vida se les va como otro mal sueño.




miércoles, 8 de octubre de 2014

el niño ciego


(Fotografía de Henry Cartier-Bresson)



El niño ciego morirá por exceso de fantasía. Eso dicen todos en la pequeña aldea. Lejos de tener miedo, como otros niños, a los peligros de la naturaleza y de los hombres, el niño ciego los desafía El desconocimiento no le cohíbe, sino que más bien le hace tomar vericuetos diferentes a los de otros niños. No sabe con precisión cuáles son los riesgos reales y cómo pueden hacerle daño, por más que sus padres le prevengan. Pero eso no parece preocuparle. Cuando se le advierte respecto a los cuidados que debe tener siempre responde: ¿es que los niños que no son ciegos ven mejor que yo? Recuerda entonces algunos ejemplos de accidentes o deslices que les han sucedido a otros a los que el mundo les entra por la vista con el mayor de sus lujos. El niño ciego se arriesga, pero en cada paso aprende a conducirse y se confirma en su valor. Por los olores distingue qué terreno de la campiña bordea. Por el grado de humedad capta si se halla próximo al torrente, e incluso si éste viene crecido. Por el rumor del tráfico distingue, como los perros, si viene algún vehículo por la carretera. Donde lo tiene más difícil es con las personas que pueden salir a su paso. No por la altura, el porte o el ímpetu del otro individuo es por lo que siente cierta inseguridad. Es por las palabras. Teme que tras unas palabras cariñosas se oculte un desprecio, que tras la aparente comprensión solo haya lástima, que más allá de la ayuda que algunos le ofrecen le espere una celada. Para combatir ese miedo, el niño ciego toma la iniciativa y apenas deja hablar a los que se le plantan delante. Donde el niño ciego manda más es en el juego. La tarde está soleada y ha reunido a los demás niños del lugar. Les propone guiarles a ciegas por el campo. Todos tienes que ir sujetos en fila india, con la mano puesta sobre el hombro del anterior, sin abrir los ojos. Les dice que quien abra los ojos quedará descalificado y deberá apartarse. El desafío del juego es tan verosímil que los niños, presas de una agitación inusual, prometen cumplir a rajatabla. Suben a duras penas por los terraplenes, se tropiezan unos con otros al descender por las laderas, chapotean por las partes del arroyo en que no cubre, se deshacen en ayes al pasar entre los matorrales de ortigas. Cuando llegan, sofocados y excitados por la aventura, al campo de tiro, el niño ciego les hace atravesar la alambrada y sentir lo puntiagudo del acero. Los niños flaquean y alguno se queja reprimiendo cualquier manifestación de cobardía que le deje en entredicho ante sus compañeros. Luego se deslizan por los pasillos de las trincheras y bajan hasta una fría casamata. Ninguno se ha soltado del otro hasta ese momento. Entonces el niño les dice que percibe que el enemigo anda cerca y que no van a poder moverse de allí. Que suelten las manos si quieren pero que no abran los ojos. La noche ha caído. Por el campo corren de aquí para allá luces de linternas y se oyen alarmados gritos. El niño ciego alienta a sus huestes. Nada de rendirse, les dice.